Por Daniel López Rosetti
La clásica definición de inteligencia nos remite de manera casi espontánea a la noción de las habilidades relacionadas con el rendimiento matemático y lógico, a la razón, incluso a la buena memoria. Todos recordamos al más destacado del aula de nuestro colegio secundario, aquel que sacaba las mejores notas y recibía los premios, a quien nunca íbamos a encontrar rindiendo una materia en marzo. Era el mejor. Pero, aunque sin duda aquellas habilidades que hacían de aquel compañero el mejor alumno del aula son de gran valor y utilidad, no resultan suficientes para encontrar el camino del bienestar.
El GPS emocional
Cuando se comenzó a «medir» la inteligencia, lo primero que se hizo fue recurrir a la resolución de problemas matemáticos. La exactitud en los resultados y la velocidad en su obtención podían separar poblaciones que iban desde las más a las menos «inteligentes». Si usted resolvía un problema matemático bien y rápido, el diagnóstico estaba hecho: usted era inteligente y el futuro sería suyo. Aquellos test eran tan exactos que se expresaban a través de números, en términos de coeficiente intelectual (CI).
Pero, claro, la ciencia no tardó en aceptar lo que resultaba obvio: un papel es un papel y no la vida. La vida es otra cosa. La vida es algo más que un razonamiento de lógica, una raíz cuadrada o un ejercicio de geometría. La vida es interacción social y lo que nos determina, nuestro cerebro, es por definición un órgano social. Ya vimos en detalle que el lenguaje verbal y el no verbal son esenciales en la comunicación social. La emoción misma, por definición, es una forma de comunicación básica, llana, simple, directa y ancestral.
Interactuamos socialmente todos los días, a cada instante, y los momentos de soledad solo nos preparan para aquellos de comunicación con el mundo de los otros. En el trabajo, en los afectos, en el amor y en la vida misma nos relacionamos con los demás en un mundo complejo de interacciones mutuas y recíprocas que son la base de nuestra inserción social. Como en el fútbol, donde el posible movimiento de los jugadores no puede ser previsto con exactitud, ya que las posibilidades en la dinámica del juego son infinitas. En ese juego ilimitado de posibilidades de interacción social que por definición jamás es estático, se juega nuestro destino. El pensamiento, la lógica y la razón no son el mejor GPS para orientarnos en el mundo emocional. Dante Panzeri, un famoso periodista deportivo argentino, se refirió al fútbol con una frase que hizo historia; dijo que el fútbol es la «dinámica de lo impensado». Hacía referencia a que el curso de los acontecimientos en un partido de fútbol excede, por su natural dinámica, lo que se podría «pensar» antes del silbato inicial que da comienzo al juego. La jugada de pizarrón ocurre ahí, en el pizarrón. Resulta que, cuando el partido comienza, los jugadores del equipo contrario se mueven y los movimientos resultan casi imprevisibles, no pueden ser anticipados desde la razón, previstos desde el pensamiento.
Lo mismo podría aplicarse a la vida, una suerte de «dinámica de lo impensado», porque en la vida la realidad supera a la ficción y el pensamiento racional es insuficiente para jugar el juego. El resto de las personas también juegan, racional y emocionalmente. Valga esta comparación para aproximar la noción de que las relaciones interhumanas sociales van mucho más allá de la previsibilidad que la razón intenta explicar. La emoción también participa, y de manera dominante, en el juego de la vida. Nuestra condición de seres emocionales nos obliga a acceder al mundo de los otros y de las cosas no solo con la razón como guía, sino con una suerte de GPS emocional que nos permita conocer nuestras propias emociones y la de los otros para lograr una adecuada interacción social. Veamos los siguientes ejemplos de la vida real para puntualizar aún más este concepto.
El caso de Esmeralda G.
Se sentaba en primera fila. Siempre bien arreglada, con el uniforme impecable. Era un ejemplo de corrección. Sus útiles escolares se encontraban todo el tiempo ordenados y en las mejores condiciones. Cuando un profesor de cualquier materia invitaba a pasar al frente a exponer la lección del día, nunca dejaba de levantar la mano. Sacaba las mejores notas en todas las materias. Los profesores la citaban como ejemplo y siempre se hacía acreedora de las menciones especiales. Cuando el colegio intervenía en algún evento intercolegial relacionado con las aptitudes, formaba parte del equipo representante. Era lo que se denominaba una alumna inteligente y en los pasillos se referían a ella como el bocho de la clase. Sus habilidades para comprender y estudiar saltaban a la vista. En consecuencia, no requería de ningún compañero de la escuela para estudiar en conjunto o desarrollar un tema de equipo. De hecho, estudiaba sola y no era popular para participar en trabajos grupales. Esmeralda G. era una estudiante eficiente y se conducía en forma individual.
Terminó el colegio secundario con las mejores notas y el acceso a la formación universitaria fue casi un trámite. Durante la carrera en la facultad, se repitió el modelo acuñado en la escuela secundaria: buen rendimiento académico, buenas notas y sin tropiezos. Un día obtuvo su título de grado con diploma de honor y se integró de lleno al mundo del trabajo. Con sus antecedentes, no le fue difícil ingresar en el área administrativa de una importante empresa. Al tiempo formó pareja con un egresado de su facultad, pero la relación no duró demasiado. Pasados diez años, Esmeralda G. no progresó en su trabajo y, a pesar de repetidos intentos, no logró formar pareja estable.
El caso de Alicia L.
Alicia era una estudiante normal. Aunque no se destacaba en el colegio secundario, con cierto esfuerzo y dedicación alcanzaba los objetivos y aprobaba las materias. Lo que le faltaba en habilidad natural lo suplía con dedicación y no pocas veces con algunas horas de más. Mostraba una clara tendencia a estudiar y a trabajar en equipo, fomentando el trabajo grupal y las relaciones interpersonales para alcanzar las metas. No brillaba por sus notas, pero se encontraba dentro del promedio de rendimiento de su clase. Era muy apreciada por sus compañeros de colegio pues se mostraba dispuesta a ayudar a quien lo necesitara y permanecía atenta a los problemas de los demás.
Alicia L. terminó el secundario sin pena ni gloria. Cuando llegó el momento de ingresar a la facultad, lo logró después de aprobar el curso de ingreso con alguna dificultad y mucho esfuerzo. Ese fue el anticipo de su carrera terciaria: esfuerzo y constancia como méritos, lo que le permitió egresar con las calificaciones necesarias. Así las cosas, tras un período de búsqueda laboral, logró ingresar como administrativa en una empresa local. Para sorpresa de ella misma, en pocos años progresó en la empresa hasta que la nombraron gerenta administrativa, hecho que coincidió con el casamiento con su pareja, que la acompañaba desde el secundario.
La resolución de problemas
El caso de Esmeralda G. y el de Alicia L. nos ayudan a comprender las diferencias entre la capacidad de pensamiento racional y el adecuado manejo y comprensión del mundo emocional como herramienta que nos permita enriquecer nuestras vidas y alcanzar los objetivos que nos proponemos. Esmeralda G. tenía una capacidad innata. Era inteligente, aplicada, estudiosa, disciplinada, y lograba el éxito en cuanto examen académico se le presentaba. Tenía aptitudes que le permitían alcanzar sus objetivos individualmente, por su propia disposición, y sin necesidad de integrar equipos de trabajo ni la consecuente interacción social requerida. Esmeralda era una persona individualista y no requería en su etapa de formación de la integración social emocional con el mundo de los otros. Es posible que obtuviera un puntaje alto en un test clásico de inteligencia que midiera el coeficiente intelectual, pero no obtendría iguales resultados en aquellos que valorasen otros aspectos de la inteligencia o las aptitudes emocionales.
No era el caso de Alicia L., a quien las cosas siempre le costaron un poco más. Lo que la naturaleza no le dio en capacidad lógica, racional o matemática, tuvo que suplirlo con esfuerzo, constancia y dedicación. Pero lo más importante es que acudió al desarrollo de las aptitudes de comprensión e interacción emocional con sus semejantes como mecanismo de inserción social. Alicia fue exitosa en sus interacciones sociales, lo que le permitió estabilizarse en su vida afectiva y familiar, como así también en el ámbito laboral, situación que a Esmeralda le fue imposible cuando debió afrontar la vida real fuera de las jugadas de «pizarrón».
Las neurociencias y la psicología no tardaron en tomar debida cuenta de que el coeficiente intelectual era insuficiente para valorar por sí solo a la persona. Se requerían nuevas herramientas diagnósticas que evaluaran otros aspectos psicológicos para comprender de manera integral la personalidad de alguien. Fue así como el clásico e inicial concepto de inteligencia fue modificándose paulatinamente y, de hecho, se encuentra en constante revisión. Sin embargo, no es poco el camino recorrido. Hoy, entre la mayoría de los autores, hay consenso general en este sentido, y definen a la inteligencia como «la capacidad de resolver problemas». La verdad es que, aunque simple, no deja de ser una excelente definición, ya que incluye de manera implícita la totalidad de las posibles circunstancias y problemas que a todos se nos presentan, desde los más diversos aspectos, que requieren soluciones sobre todo racionales o emocionales.
Así, se ha impuesto el concepto de inteligencia emocional para ampliar la definición clásica de inteligencia, agregándole la «gestión» de la emoción. Asimismo, se le asigna a la emoción el atributo de una forma de inteligencia, en tanto permite dirigir decisiones y acciones que posibilitan resolver problemas y alcanzar objetivos en la vida, en el campo personal, social y laboral.
La inteligencia emocional tiene su historia
Los casos de Esmeralda G. y Alicia L. refuerzan lo que hemos planteado con énfasis a lo largo de estas páginas: la importancia de la emoción para alcanzar el bienestar y, si se quiere, también el éxito en el aspecto más amplio del término. Pero como casi todo lo que sabemos en ciencia es de aparición reciente para la historia de la humanidad, la aceptación de los ambientes académicos de que la emoción es importante también lo es.
La primera afirmación relacionada con el concepto de inteligencia emocional fue hecha por Edward Lee Thorndike, quien además acuñó el concepto de inteligencia social. Afirmó que se trataba de un tipo de inteligencia que permitía «comprender y dirigir a los hombres y mujeres, y actuar sabiamente en las relaciones humanas». Sin duda un innovador. Este psicólogo americano trabajó a principios del siglo XX —fue coetáneo de Sigmund Freud— en psicología experimental, siendo un verdadero adelantado en su campo. Luego debimos esperar hasta 1997, momento en que los psicólogos Peter Salovey (Universidad de Yale) y John Mayer (Universidad de New Hampshire) acuñaron el hoy muy conocido concepto de inteligencia emocional, ligando esos dos términos que, hasta entonces, parecían recorrer caminos diferentes.
La descripción de estos especialistas tiene la virtud de sintetizar en una definición la mayoría de los criterios que precisan la noción de inteligencia emocional como «la capacidad de percibir los sentimientos propios y de los demás, distinguir entre ellos y servirse de esa información para guiar el pensamiento y la conducta de uno mismo». Observe usted la riqueza de esta definición. Habla de identificar sentimientos, pero no solo los nuestros, sino también los de los demás, lo cual implica un esfuerzo intencional de interpretación del lenguaje verbal, así como del lenguaje no verbal de nuestros semejantes. Es un esfuerzo de empatía que tiende a comprender el mundo emocional del otro dejando de lado una posición egoísta y unilateral. Apunta a una integración de la comunicación emocional. La definición también invita a distinguir entre las distintas emociones, que resultan borrosas o confusas cuando, por naturaleza, los límites entre una y otra emoción no son claros; de hecho, una circunstancia determinada puede dar lugar a un «conjunto» emocional en el que se superponen diferentes vivencias. Pero tal vez lo más interesante de esta definición de inteligencia emocional es que hace referencia a valerse de ese enorme cúmulo de información que supone la conciencia del propio mundo emocional y del mundo emocional del semejante para conducirnos adecuadamente en nuestro accionar social y en la toma de decisiones.
Esta definición de Salovey y Mayer marcó un antes y un después en la evolución de este concepto y despertó un creciente interés en la comunidad científica, en la psicología y en las neurociencias.
Un aporte fundamental fue el que tiempo más tarde desarrolló el psicólogo Daniel Goleman. Y digo fundamental porque la popularización del concepto inteligencia emocional, debido a las publicaciones de este autor, provocó que este conocimiento se expandiera hacia el público general. Como resultado, se multiplicaron los estudios e investigaciones en psicología y neurociencias en relación con la importancia de la emoción como actor central para alcanzar nuestros objetivos y nuestro bienestar. Ya quedaba claro aquello que reafirmamos desde el inicio de este libro: la razón no es «razón» suficiente para alcanzar el bienestar, la emoción debe estar invitada al escenario de nuestras vidas y desempeñar su papel de modo protagónico.
(De "Emoción y sentimientos" de Daniel López Rosetti-Grupo Editor Planeta SAIC-Buenos Aires 2017)
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1 comentario:
Pero la mente racional no suele decidir qué emociones “debemos” tener, sino que, por el contrario, nuestros sentimientos nos asaltan como un hecho consumado. Lo único que la mente racional puede controlar es el curso que siguen estas reacciones. Con muy pocas excepciones, nosotros no podemos decidir cuándo estar furiosos ni tristes, etc.
La lógica de la mente emocional es asociativa, es decir, que considera a los elementos que simbolizan –o activan el recuerdo- de una determinada realidad como si se tratara de esa misma realidad. Ése es el motivo por el cual los símiles, las metáforas y las imágenes hablan directamente a la mente emocional, como ocurre en el caso de las artes (las novelas, las películas, la poesía, la canción, el teatro, la ópera, etc). Los grandes maestros espirituales, como Buda y Jesús, por ejemplo, han movilizado los corazones de sus discípulos hablando en parábolas, fábulas y leyendas, el lenguaje de la emoción. Ciertamente, los símbolos y los rituales religiosos tienen poco sentido desde el punto de vista racional, porque se expresan en el lenguaje del corazón.
Daniel Goleman en "Inteligencia emocional"
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