Por Milton y Rose Friedman
Una analogía instructiva es la que existe entre la inflación y el alcoholismo. Cuando un alcohólico empieza a beber, los efectos buenos vienen primero, sólo los malos se presentan al día siquiente cuando se levanta con una resaca, y a menudo no puede evitar mitigarla más que sintiendo la imperiosa necesidad de volver a beber.
El paralelismo con la inflación es exacto. Cuando un país inicia un periodo de aumento de los precios, los efectos iniciales parecen buenos. La cantidad de dinero más alta permite que cualquiera tenga acceso a él -en la actualidad principalmente el Estado- para gastar más sin que ninguna persona tenga que reducir sus gastos. Hay más puestos de trabajo, la actividad económica se anima y -al principio- prácticamente todo el mundo es feliz.
Todo lo anterior constituye los buenos efectos. Pero entonces el mayor gasto empieza a hacer aumentar los precios; los trabajadores se dan cuenta de que el salario, aunque monetariamente sea más elevado, les permite adquirir menos bienes; los empresarios ven que sus costes han aumentado, de modo que las ventas adicionales realizadas no proporcionarán un beneficio tan alto como el que habían anticipado, a menos que aumenten los precios aún más.
Empiezan a emerger las malas consecuencias: precios más elevados, la demanda está más apagada, la inflación se combina con el estancamiento. Como en el caso del alcohólico, el Estado sufre la tentación de aumentar la cantidad de dinero a un ritmo aún mayor, lo que provoca las montañas rusas que ya conocemos. En ambos casos, es necesaria una cantidad cada vez mayor -de alcohol o de dinero- para dar a la economía o al alcohólico el mismo «empuje».
El paralelismo entre alcoholismo e inflación continúa existiendo en la solución que debe aplicarse. El remedio al alcoholismo es sencillo de encontrar: dejar de beber. Es difícil de aceptar porque, en este caso, los efectos desagradables aparecen primero, y los buenos tardan en llegar. El alcohólico que continúa el tratamiento sufre fuertes molestias por el abandono del alcohol antes de llegar al estado feliz en el que ya no tiene un deseo irresistible de beber otra copa.
Lo mismo ocurre con la inflación. Las consecuencias iniciales secundarias de una tasa menor de crecimiento de la oferta monetaria son desagradables: una expansión económica más lenta, durante un periodo, un índice de desempleo más elevado, y sin que por algún tiempo la inflación disminuya. Los beneficios aparecen aproximadamente sólo uno o dos años después, en la forma de un aumento más moderado de los precios, una economía más saludable, y dotada con un potencial de rápido crecimiento económico no inflacionario.
Los efectos secundarios negativos constituyen una razón por la que es difícil que un alcohólico o una nación que sufre una espiral inflacionaria abandonen la adicción. Sin embargo, existe otra razón que, al menos en el primer estadio de la enfermedad o desequilibrio, puede ser aún más importante: la falta de un deseo real para acabar con la adicción. Al bebedor le gusta lo que toma; le es difícil aceptar que en realidad es un alcohólico; no está seguro de que quiera curarse. Un país que está sufriendo una inflación de precios se encuentra en la misma posición. La creencia de que la inflación es un problema temporal y moderado debido a circunstancias no corrientes y extrañas, que desaparecerá por sí mismo -cosa que nunca ocurre- es seductora.
Además, a muchos de nosotros les gusta la inflación. Naturalmente, nos gustaría que los precios de los artículos que compramos bajaran o, al menos, dejaran de subir. Pero estamos más que contentos viendo que los precios de los productos que vendemos suben, sean éstos los bienes que fabricamos, los servicios laborales que prestamos, o las casas y otros bienes que poseemos. Los agricultores se quejan de la inflación pero se congregan en Washington, haciendo presión para poder conseguir precios mayores para sus productos. La mayor parte del resto de nosotros hacemos lo mismo de un modo u otro.
Una razón por la que la inflación es tan destructiva es la de que algunos individuos se benefician mucho mientras otros se ven perjudicados. Los triunfadores consideran las buenas cosas que les ocurren como la consecuencia natural de su propia previsión, prudencia e iniciativa. Son de la opinión que los efectos desagradables, el aumento de los precios de los bienes que compran, se deben a fuerzas más allá de su control. Prácticamente todo el mundo está en contra de la inflación, lo que significa más o menos que se opone a las consecuencias negativas que para él aquella ha traído.
Del mismo modo que el elevado gasto público constituye una razón del crecimiento excesivo de la oferta monetaria, también un menor gasto por parte del sector público contribuye a la reducción de dicho crecimiento. Del mismo modo, en este caso la opinión pública tiende a comportarse egoístamente. A todos nos gustaría que el gasto público disminuyera con tal que no sea el que nos beneficia. Todos queremos que los déficits disminuyan, pero mediante impuestos que graven a otros.
Sin embargo, a medida que la inflación aumenta, más tarde o más temprano daña de tal modo el tejido de la sociedad, crea tal injusticia y sufrimiento que surge un verdadero sentimiento popular para hacer algo a fin de reducir la inflación.
(Extracto de "Libertad para elegir" de Milton y Rose Friedman-Ediciones Grijalbo SA-Barcelona 1980).
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1 comentario:
En la Unión Europea sucede una cosa bien paradójica: el organismo encargado según sus estatutos de controlar los precios, el Banco Central Europeo, para lo que convencionalmente debe mantenerlos con una subida anual entorno al dos por ciento, ha conseguido con su política de creación de masa monetaria heterodoxa que la inflación sea de dos dígitos y subiendo. Sin cambio en la ley que lo regula ha pasado de ser un órgano técnico a uno puramente político, de cobertura de las políticas de compra de votos de los gobiernos de los que es teóricamente independiente.
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