Si bien las profecías bíblicas no pueden ser comprobadas en forma irrefutable, es posible al menos poder discernir si las grandes catástrofes sociales y humanas del siglo XX fueron impulsadas por un Dios vengador, ante la desobediencia de los hombres, o bien fueron realizadas por los hombres sin que haya intervenido la divinidad en forma directa.
Si la profecía del Apocalipsis se ha cumplido parcialmente alguna vez, esto es, si las guerras, el hambre y otras calamidades adquirieron una dimensión nunca antes vista, este ha sido el caso de las guerras mundiales y de los totalitarismos del siglo pasado, siendo sus principales protagonistas Stalin, Hitler y Mao-Tse-Tung (la “trinidad del mal”). El cumplimiento completo de la profecía se hará efectivo, o no, con la etapa superadora de todos los males asociada a la llegada de una nueva etapa de la religión.
La religión tradicional acepta la posibilidad de intervenciones divinas en cuestiones cotidianas. De ahí que un Dios interventor debe, al menos, haber permitido las acciones de los líderes políticos antes mencionados, por lo que ese Dios aceparía los métodos violentos y totalitarios ante la desobediencia de los hombres a los mandamientos bíblicos. Con ello se llega a la conclusión de que quienes más se acercarían a la actitud del Dios vengador habrían de ser justamente los integrantes de la “trinidad del mal”; lo que resulta absurdo.
Es por ello que podemos encontrar cierta coherencia lógica suponiendo que Dios no interviene en los acontecimientos humanos y que existe un orden natural con leyes invariantes, que responde de igual manera en similares circunstancias y que ha sido simbolizado como un Dios único que ha establecido leyes naturales a las cuales nos debemos adaptar.
En cuanto a las guerras mundiales del siglo XX, que produjeron decenas de millones de víctimas, se advierte que, especialmente en el caso de la Segunda Guerra Mundial, los objetivos militares consistieron principalmente en el bombardeo de poblaciones civiles. La persuasión a la rendición estaba signada por ese tipo de ataques, mientras que las venganzas fueron la moneda de cambio establecida. El odio fue la actitud predominante durante ese siglo, acompañado siempre por la mentira. En una palabra, la humanidad actuó motivada por actitudes opuestas a la sugerida por la moral bíblica.
Los totalitarismos, por otra parte, eliminaron a decenas de millones de integrantes de las propias poblaciones, acción justificada por cuestiones ideológicas. La cantidad de víctimas, en estos casos, superó a la cantidad que murió en ambos conflictos mundiales.
Lenin comenzó la era de la barbarie introduciendo el terror como medio legítimo para gobernar, siendo los campos de concentración, o de trabajos forzados, otra de sus perversas “innovaciones”. La idea predominante implicaba la necesidad de sacrificar la vida de miles o de millones de seres humanos para que otros pudiesen vivir confortablemente en el futuro. Si se lograba eliminar las clases sociales incorrectas, o bien las razas incorrectas (nazismo), ello redundaría en un venturoso futuro libre de impedimentos.
Uno de los “testigos del Apocalipsis” fue Albert Camus, quien escribió a poco de terminar la guerra: “No haremos nada por la amistad francesa si no nos libramos de la mentira y del odio. En algún sentido, es muy cierto que no nos hemos librado de ellos. Compartimos su compañía desde hace mucho tiempo. Y, quizás, la última y más perdurable victoria del hitlerismo sean esas huellas vergonzosas que han quedado en el corazón de los mismos que los combatieron con todas sus fuerzas”.
“Desde años el mundo se ha entregado a un despliegue de odio como jamás tuvo igual. Durante cuatro años, entre nosotros mismos, hemos asistido al ejercicio razonado de este odio. Hombres como ustedes o como yo, que a la mañana acariciaban a los chiquillos en el subterráneo, se transformaban a la tarde en verdugos minuciosos. Se convertían en funcionarios del odio y la tortura”.
“Al odio de los verdugos ha respondido el odio de las víctimas. Y una vez que partieron los verdugos, los franceses se han quedado con su odio, en parte sin destino. Todavía se miran entre ellos con un resto de cólera. Y bien, en primer término debemos triunfar de todo esto. Hay que curar esos corazones envenenados. Y mañana, la más difícil victoria que debamos lograr sobre el enemigo la tendremos que librar en nosotros mismos, con el esfuerzo superior que transforme nuestra sed de odio en deseo de justicia” (De “Moral y política”-Editorial Losada SA-Buenos Aires 1978).
Entrando ya en el siglo XXI se observa que la simpatía hacia el totalitarismo socialista mantiene su vigencia en muchos sectores, a pesar de los reiterados fracasos o, mejor, de sus reiteradas catástrofes sociales. En el mejor de los casos, los sistemas totalitarios privan a cada individuo de la simple elección de su porvenir, ya que los objetivos individuales han de ser reemplazados por objetivos colectivos. Camus escribe al respeto: “Lo que más impresiona en el mundo en que vivimos es, primeramente y en general, que la mayoría de los hombres (salvo los creyentes de todo tipo) están privados de porvenir. No hay vida valedera sin proyección hacia el porvenir, sin promesas de moderamiento y de progreso. Vivir contra una pared es una vida de perro. ¡Y bien! Los hombres de mi generación y de la que ingresa hoy en los talleres y las facultades vivieron y viven cada vez más como perros”.
La legitimación de la violencia se advierte en la idolatría asociada a criminales como el Che Guevara. El citado autor agrega: “Las personas como yo querrían un mundo no donde ya no se mate (¡no estamos tan locos!), sino donde el homicidio no esté legitimado. Y aquí estamos, en efecto, en la utopía y la contradicción. Pues vivimos precisamente en un mundo donde el homicidio es legítimo y debemos cambiar este mundo si no lo queremos así”.
“Esto plantea el problema del socialismo occidental. Porque el terror sólo se legitima cuando se admite el principio: «El fin justifica los medios». Y este principio no se admite más que en el caso en que la eficiencia de una acción se plantee como fin absoluto, como en las ideologías nihilistas (todo está permitido, lo que importa es el éxito), o en las filosofías que hacen de la historia un absoluto (Hegel, después Marx: la sociedad sin clases es el fin, todo lo que conduzca a ella es admisible)”.
“En las perspectivas del marxismo, cien mil muertos no son nada, en efecto, si constituyen el precio de la felicidad de centenas de millones de hombres. Pero la muerte cierta de centenas de millones para lograr la presunta felicidad de los que queden, es un precio demasiado caro. El progreso vertiginoso de los armamentos, hecho histórico ignorado por Marx, obliga a plantear de un modo distinto el problema de los medios y el fin”.
Un sector importante de “creyentes” interpreta al Apocalipsis en forma semejante al planteamiento de nazis y marxistas. Mientras que los nazis pretendían mejorar el mundo liquidando “el material sobrante” (razas incorrectas) y los marxistas liquidando opositores (clases sociales incorrectas), el “creyente” interpreta que Dios ha de liquidar a millones de “pecadores” para que el resto disfrute del mundo así purificado.
Por el contrario, si suponemos que Dios no interviene en los acontecimientos humanos, concluiremos que la barbarie que menciona la profecía es un efecto del alejamiento del hombre de la moral elemental, y que la solución de todos los males existentes surgirá de la propia humanidad al regresar a la moral bíblica que nunca debimos abandonar.
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