Se atribuye al capitalismo, como una característica inherente al sistema, una necesaria e injusta explotación laboral por parte del empresario hacia el empleado, lo que sólo puede darse en mercados no desarrollados, con pocos empresarios y con poca competencia entre los mismos. Ello significa que, en ese caso, no se trataría en realidad de “economías de mercado”, justamente porque no existe la competencia que los caracteriza. Por el contrario, cuando existe competencia empresarial, ningún empresario podrá darse el lujo de perder parte de su mayor capital; el capital humano, por lo que tratará de mantenerlo de alguna forma.
Existe otra forma de explotación laboral, pocas veces mencionada, y es la ejercida por el Estado socialdemócrata cuando confisca gran parte de las ganancias empresariales para redistribuirlas entre los sectores imposibilitados de trabajar (incapacitados, viejos, niños) y también entre los poco adeptos al trabajo. La burocracia estatal, que administra esta redistribución, por lo general absorbe la mayor parte de los recursos confiscados.
El proceso de la explotación laboral del Estado contra los empresarios puede aumentar paulatinamente hasta llegar el momento en que el empresario advierte la situación y deja de producir, o se va a un país normal. El sector improductivo, acostumbrado a vivir del trabajo ajeno, no es capaz de afrontar esta nueva situación porque mentalmente no está preparado para producir; porque nunca lo ha hecho antes y porque sólo se ha preparado para vivir a costa de los demás.
El colapso del sistema es fácil de advertir, aunque resulta difícil hacérselo entender a los socialistas, por cuanto sólo “razonan” en base a la denuncia de Marx, efectuada en el siglo XIX, acerca de la explotación laboral de la era precapitalista. El colapso de Venezuela ha sido la consecuencia necesaria e inevitable de la explotación laboral del Estado contra los empresarios, mientras que la Argentina, poco a poco, va por el mismo camino, por cuanto, pareciera, no existe la decisión política de reducir aportes a la vagancia y al derroche estatal que imposibilitan toda inversión productiva. Los sectores de izquierda insisten en “las necesidades” del pueblo y presionan para que el Estado presione con mayores impuestos al sector empresarial, reduciendo de esa forma el tiempo del futuro colapso económico que tarde o temprano llegará.
Mientras que el proceso populista, o socialdemócrata, puede considerarse como parte del fenómeno descrito por José Ortega y Gasset como “la rebelión de las masas”, el proceso empresarial de renuncia o abandono de la producción, ha sido descrito por Ayn Rand como “la rebelión de Atlas”. Las catástrofes sociales producidas por las barbaries comunista y nazi, en cierta forma pueden interpretarse como el predominio de la rebelión de las masas sobre la rebelión de Atlas. Ayn Rand escribe sobre el contenido de su novela titulada “La rebelión de Atlas”: “La historia muestra lo que le ocurre al mundo cuando la mente se declara en huelga, cuando los hombres con habilidad creativa, en cada profesión, la abandonan y desaparecen. Para citar a John Galt, el líder e iniciador de la huelga: sólo existe una clase de personas que nunca estuvieron en huelga en toda la historia humana. Las otras se han detenido cuando lo desearon, presentando demandas, proclamándose indispensables…los que nunca estuvieron en huelga son los que llevaron el mundo sobre sus hombros, lo mantuvieron vivo y soportaron toda suerte de torturas como único pago, pero nunca le han dado la espalda a la raza humana. Pues bien, ahora tienen su oportunidad. Que el mundo descubra quienes son, qué hacen y qué sucede cuando se niegan a funcionar. Ésta es la huelga de los hombres de la razón, es la huelga de la mente” (De “El nuevo intelectual”-Grito Sagrado Editorial-Buenos Aires 2009).
El penoso estado de la opinión pública se advierte cuando, al comentar el fallecimiento de un importante empresario argentino, alguien respondió: “Uno menos”. Incluso uno de los tantos ideólogos del marxismo-leninismo de los setenta, Carlos Mugica, escribía: “Una sociedad en la que se realicen plenamente los valores cristianos, será una sociedad sin empresarios” (De “Una vida para el pueblo”-Pequén Ediciones-Buenos Aires 1984).
En un diálogo que aparece en la novela de Ayn Rand antes citada, uno de los personajes le habla a un exitoso industrial que ha debido padecer las descalificaciones y las calumnias de los sectores socialdemócratas: “Usted, que no quiso someterse a la naturaleza, sino que dedicó su vida a conquistarla y colocarla al servicio de su propia felicidad y de su bienestar, ¿a cuántas cosas se ha sometido por esas personas? Usted, que conoce por su propia experiencia que el castigo es producto de los propios errores, ¿cuántos inconvenientes ha aceptado y por qué razón? Durante toda su vida ha sido acusado, no por sus faltas, sino por sus virtudes. Ha sido odiado, no por sus equivocaciones, sino por sus logros. Se han burlado de usted por las cualidades de las que se siente más orgulloso. Lo calificaron de egoísta por haber tenido el valor de actuar según su propio juicio, y convertirse en único responsable de su vida. Lo calificaron de arrogante por su mente independiente. Lo calificaron de cruel por su inflexible integridad. De antisocial por haber poseído la visión que le permitió aventurarse por rutas todavía sin descubrir. De implacable por la férrea autodisciplina con que llevó a cabo todo. De codicioso por su poder creador de riqueza”.
“Luego de haber generado una inconcebible corriente de energía, se ha visto tachado de parásito. Usted, que produjo abundancia en lugares donde sólo existían descampados y miseria, que antes de su llegada eran habitados por seres que padecían hambre, ha sido tildado de ladrón. Usted, que mantuvo con vida a esos seres, sufre al ser considerado explotador. Usted, el más puro y moral de los hombres, se ha visto desdeñado como un vulgar mercantilista. ¿Se ha detenido a preguntarse con qué derecho lo califican así? ¿De acuerdo con qué normas? ¿Según qué valores? No, usted lo ha soportado todo en silencio. Se ha inclinado ante su código sin defender jamás lo suyo. Sabía qué clase de estricta moral era necesaria para producir un simple clavo, pero dejó que lo calificaran de inmoral. Sabía que el hombre necesita un férreo código de valores para tratar con la naturaleza, pero creyó que no necesitaba ese código para tratar con las personas, y dejó en manos de sus enemigos el arma más mortífera, un arma cuya existencia nunca sospechó ni comprendió: el código moral de ellos es su arma”.
“Pregúntese cuán profundamente y de qué terrible modo lo ha aceptado. Pregúntese qué hace a la vida de alguien un código de valores morales, por qué no puede existir sin él, y también qué ocurre si acepta la pauta equivocada según la cual el mal es el bien. ¿Puedo decirle por qué se siente atraído hacia mí, aun cuando cree que debería maldecidme? Porque soy el primero en otorgarle lo que el mundo entero le debe, y que usted tendría que haber exigido a las personas antes de empezar su trato con ellas: una sanción moral…”.
“Usted es culpable de un pecado muy grave, señor Rearden, mucho más culpable de lo que ellos piensan, aunque no de la manera que predican. El peor de los pecados consiste en aceptar una culpa inmerecida, y eso es lo que ha estado haciendo toda su vida. Estuvo pagando un chantaje, pero no por sus vicios, sino por sus virtudes. Ha accedido a llevar la carga de un castigo inmerecido y dejar que se hiciera mayor cuanto mayores eran sus virtudes, pero tales virtudes son las que mantienen vivos a los hombres. Su código moral, aquel por el que se regía pero que nunca declaró, reconoció ni defendió, es el código que preserva la existencia humana. Si fue castigado por observarlo, ¿cuál era la naturaleza de quienes le aplicaron el castigo? Si el suyo era el código de la vida, ¿cuál era el de ellos? ¿Qué valores tiene en sus raíces? ¿Cuál es su objetivo final? ¿Cree que se enfrenta solo a una conspiración para privarlo de sus riquezas?”.
“Usted, que tan bien conoce la fuente de la riqueza, debería saber que es algo mucho mayor y peor que eso. ¿Me pidió que le dijera el motivo que impulsa a los hombres? Su código moral. Pregúntese adónde lo conduce el código ajeno y qué le ofrece como meta final. Peor que asesinar a alguien es convencerlo de que el suicidio es una virtud. Una maldad mayor que arrojarlo a la hoguera es exigirle que lo haga por propia voluntad, y que, además, que levante usted mismo la pira. Según sus propias palabras, son ellos quienes lo necesitan y quienes nada pueden ofrecerle a cambio. Según las palabras de ellos, usted es quien debe sustentarlos porque no pueden sobrevivir sin su ayuda. Considere la liviandad que representa ofrecer su impotencia como declaración de su necesidad…la necesidad que ellos tienen de usted, como justificación de la tortura que le infligen. ¿Está dispuesto a aceptarlo? ¿Quiere conseguir, al precio de su esfuerzo y de su agonía, la satisfacción de las necesidades de quienes lo están destruyendo?”.
“Si viera a Atlas, el gigante que sostiene el mundo sobre sus hombros, de pie, corriéndole la sangre por el pecho, con las rodillas dobladas y los brazos temblorosos, intentando hacer acopio de sus últimas fuerzas, mientras el globo pesa más y más sobre él, ¿qué le diría que hiciera?”
“Pues, no lo sé. ¿Qué…podría hacer? ¿Qué le diría usted?”
“Que se rebelara”
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