Puede decirse que la ciencia económica evolucionó desde la contabilidad y las estadísticas, en la cual se resaltaban los aspectos cuantitativos de la producción y el consumo, hasta la psicología, en la que el interés recae en el comportamiento del individuo. Mientras que en épocas pasadas se sostenía que los sistemas de producción y distribución constituían el factor preponderante de la economía, se advierte en la actualidad que los sistemas son eficaces en cuanto permiten el libre accionar humano y que el capital humano en acción resulta finalmente el principal factor de la producción.
UN PREMIO NOBEL PARA USTED
Por Carlos Alberto Montaner
Robert Lucas, el Premio Nobel de Economía de 1995, mereció con creces el galardón. Al señor Lucas lo distinguieron por trabajar con acierto en la hipótesis de las expectativas racionales. (Le ruego que no se asuste. Siga leyendo porque el tema no es tan complicado como parece y usted, además, verá cómo lo afecta). Grosso modo, esta escuela de análisis ha podido demostrar que, en donde funcionan la libertad y el mercado, los seres humanos reaccionan inteligentemente y toman o revocan sus decisiones a partir de una información cambiante que transforma constantemente el panorama económico.
¿Qué quiere decir esta aparente simpleza y en dónde radica su valor? Quiere decir que las predicciones de los econometristas, tan en boga desde los años cincuenta, han perdido casi todo su valor. Las tablas de input-output de Leontieff –Nobel también, por cierto-, que pretendían reflejar en gigantescas ecuaciones las actividades comerciales de regiones, países y hasta del planeta completo, y que supuestamente podían servirnos para adivinar el comportamiento económico futuro con sólo analizar en el terreno de las matemáticas lo que sucedía cuando subían o bajaban los precios o la oferta y la demanda de determinados productos, han demostrado su minuciosa inutilidad. ¿Por qué? Porque las expectativas racionales de las personas –o de los «agentes económicos», como ahora se dice-, siempre a la búsqueda de optimizar los beneficios, cambian constantemente a la luz de la información disponible y del juicio subjetivo que ésta le merece. Los políticos y los tecnócratas, pues, ya no pueden continuar soñando con las manipulaciones macroeconómicas porque, sencillamente, no nos conducen adonde se pretende.
La síntesis última de este debate –y es aquí donde usted, lector, participa de la discusión- nos remite a la única pregunta seria que hizo la ciencia económica desde que a fines del siglo XVIII nuestro padre Adam Smith bautizara a la criatura: cómo se crea la riqueza de las personas y de las naciones. O –por la otra punta- por qué muchas personas y naciones son terriblemente pobres. Y ese debate, casi desde sus inicios, ha generado dos grandes visiones: una teñida de mecanicismo, generalmente expresada en un lenguaje matemático, que busca su respuesta en las ciencias exactas; y otra, mucho más cerca de las ciencias sociales, que convierte al ser humano, siempre impredecible y rodeado de incertidumbres, en el objeto de su análisis. Los primeros, de cierta manera, coinciden con una percepción socialista en el diagnóstico y en las recetas. Los segundos son francamente liberales en el sentido que se le da en Europa y América Latina a esta palabra.
Afortunadamente, desde hace un cuarto de siglo los hechos parecen darles la razón a los pensadores liberales, y de ahí la constelación de premios Nobel procedentes de esta escuela de pensamiento: Hayek, por su persuasiva defensa de la libertad personal como elemento básico para la creación de riqueza; Buchanan, por sus fundadas advertencias sobre el peligroso papel que suele desempeñar el gobierno cuando intenta establecer por decreto la justicia social; Coase, por la demostración del peso que tienen la seguridad jurídica y la confianza en el desarrollo de los pueblos; Becker, por el papel tremendamente importante de los valores y las costumbres para explicar el grado de prosperidad o miseria que afectan a las gentes; Friedman, por establecer de una manera irrefutable las funestas consecuencias inflacionistas que provocan las manipulaciones políticas de la masa monetaria cuando se ignoran las realidades del mercado.
No hay duda: el éxito o el fracaso de las sociedades radica en las personas. En lo que esas personas creen, saben o aprenden, en las instituciones que han segregado, en los valores que suscriben, en los mitos y estereotipos que mantienen, y en las formas en que se relacionan. Y ese oscuro amasijo de racionalidad y emociones, totalmente insondable, cuya pista se pierde en el pasado histórico y se reconstituye en la carga genética, determina cómo se percibe la realidad y, por ende, cómo se formulan las expectativas racionales que luego determinan nuestra conducta económica.
¿Adónde nos precipita esta conclusión? A la certeza de que, si queremos cambiar nuestro destino personal y el de la sociedad en la que vivimos, no hay otro camino que el muy largo de poner el acento en la formación de capital humano hasta parir una masa crítica de ciudadanos portadores de los valores, las creencias y la información que hacen posible el milagro de gozar de una vida pacífica en medio de una prosperidad creciente. Los problemas de fondo no están en los partidos políticos ni se resuelven con fórmulas mágicas. Están en el corazón de las personas. Los economistas no pueden decirnos lo que hay que hacer para multiplicar las riquezas. Es eso, fundamentalmente, lo que se deriva de cuanto han escrito Lucas y los otros grandes pensadores liberales con una admirable dosis de humildad. Y es eso, exacta y paradójicamente, por lo que les han concedido el premio Nobel.
(De “Las columnas de la libertad”-Edhasa-Buenos Aires 2007)
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