Las acciones humanas dependen esencialmente de dos factores principales: herencia genética e influencia cultural. La herencia genética, de donde proviene nuestra “naturaleza humana”, es el resultado de millones de años de evolución biológica, mientras que la influencia cultural está asociada al proceso de adaptación cultural que surgió hace algunos miles de años. Mientras que la naturaleza humana está definida por un conjunto de atributos típicos, la influencia cultural presenta avances y retrocesos que impiden que el proceso adaptativo progrese en forma sostenida. Si la violencia fuera esencialmente “natural”, no habría solución posible para los conflictos humanos. En cambio, al depender de aspectos culturales, es posible alcanzar la solución esperada. Salvador E. Luria escribió respecto del lenguaje: “La experiencia personal podía ser comunicada a otros mediante la palabra oral a fin de suscitar admiración, pasar avisos o enseñar técnicas valiosas, y esta comunicación no era tal sólo horizontal, entre miembros de una generación, sino vertical, de una generación a la siguiente. Por primera vez en la historia de la vida pudo ser transmitido a la prole, para su educación, el fruto de la experiencia acumulada. Al lado de la evolución biológica –la acumulación de diferencias entre genes-, había comenzado la evolución cultural: la acumulación de experiencias e ideas en forma simbólica”.
“En la especie Homo Sapiens acababa de surgir una nueva forma de adaptación, mucho más rápida que la morosa selección natural. La inteligencia era capaz de acumular conocimiento y procurar con ello una aptitud de nuevo cuño, permitiendo así al hombre modificar su medio antes que limitarse a ser seleccionado por él. Asociado con la inapreciable evolución de la mano humana, la más primorosa y delicada de todas las herramientas, el desarrollo de la inteligencia permitió al hombre extender su especie sobre la Tierra, desde los trópicos a las regiones polares, haciendo del planeta entero su dominio” (De “La vida, experimento inacabado”-Alianza Editorial SA-Madrid 1975).
No son pocos los autores que piensan que la violencia surge de nuestra propia naturaleza humana y que la generamos individualmente, en mayor o menor cantidad, siendo a veces necesario descargarla de alguna manera, resultando inevitable que exista cierta dosis de violencia en la mayoría de nosotros. Santiago Genovés y Jacques F. Passy escribieron: “¿Es la agresividad algo biológicamente determinado o es más bien el resultado de una cada día mayor presión cultural y tecnológica a la que no sabemos cómo adaptarnos? «Algunos fisiólogos hablan de la agresión como si constituyese algo así como una batería eléctrica que una vez cargada tiene, por fuerza, que descargarse. Si bien es cierto que experimentalmente podemos producir comportamiento violento y/o antisocial en diversos animales tanto como en el hombre, la realidad es que dicho comportamiento no es más el producto de impulsos ‘innatos’que la música de una sonata para piano es ‘innata’ al piano. Posiblemente contenemos tanta agresividad como el radiorreceptor contiene la música que de él sale….». Así piensa un gran hombre de ciencia, P. H. Klopfer” (De “Comportamiento y violencia”-Editorial Diana SA-México 1976).
Por otra parte, la neurobióloga Rita Levi-Montalcini escribió: “¿Representa la perpetuación de las guerras y las matanzas, actividades funestas y exclusivas de nuestra especie, una consecuencia inevitable de una agresividad irreductible y transmitida por vía genética, como afirman los etiólogos y los sociobiólogos, que han gozado en las últimas décadas de amplio consenso? ¿O es que se trata de un resultado de factores no sólo biológicos, sino también sociales y culturales, que en nuestra especie, y sólo en ella, determinan la conducta de los individuos y de las masas?” (De “Elogio de la imperfección”-Ediciones B SA-Barcelona 1989).
Para Arthur Koestler, la agresividad del hombre depende de un “afán excesivo de trascendencia”. De ahí que, si así fuese, los conflictos se generarían por un afán desmedido de trascendencia individual. En caso de no lograrlo, produciría cierta disconformidad personal y baja autoestima, por lo que la solución habría de buscarla asociándose a grupos con diversas finalidades, incluso finalidades que no favorecen la adaptación ni la supervivencia. Al respecto escribió: “Uno de los rasgos principales de la condición humana es la necesidad perentoria de identificarse con un grupo social o un sistema de creencias que es ajeno a la razón, a los intereses del individuo e incluso al instinto de conservación…Lo cual nos lleva a la conclusión, en contraste con la opinión preponderante, de que el problema de nuestra especie no es un exceso de agresividad defensiva, sino un afán excesivo de trascendencia”.
Rita Levi-Montalcini opina al respecto: “Este afán de trascendencia, que se pone de manifiesto en la obediencia ciega y es uno de los rasgos principales del comportamiento humano, conduce a la aceptación estúpida. Estas tendencias innatas, más que el instinto agresivo como desahogo del llamado «imperativo territorial», son las responsables de la universalidad de la guerra en todas las sociedades humanas. El mismo autor afirma que «sin lenguaje no habría poesía, pero tampoco habría guerra». Con esta breve frase resume la condición unitaria del hombre. El lenguaje ha dotado al hombre del sistema más eficaz de comunicación para unir a los miembros de las tribus primitivas y, más tarde, a los de las sociedades más avanzadas, pero al mismo tiempo ha hecho que sean sumamente receptivos a los mensajes que proceden del medio circundante”.
“Es así como el lenguaje, supremo privilegio del hombre, que le ha abierto infinidad de horizontes mentales, también le arroja al abismo del oscurantismo cuando la palabra es usada por caudillos fanáticos o cínicos para incitar al odio, o cuando los símbolos provocan reacciones místicas e inhiben las facultades intelectuales del lejano descendiente del Australopithecus” (De “Tiempo de cambios”-Ediciones Península-Barcelona 2005).
El “afán desmedido de trascendencia” se materializa con el ingreso de un individuo a algún sector social o algún movimiento religioso, político o de otro tipo. A partir de ellos busca compartir su importancia y su trascendencia social. Este es el caso de los diversos nacionalismos, que por lo general constituyen una fuente segura de conflictos. Incluso algunos especialistas aducen que la motivación principal de los violadores radica en el hecho de intentar pertenecer al “selecto club de violadores”, un “prestigioso” grupo según la deformada escala de valores que orienta la vida de tales individuos.
Tanto los totalitarismos, como los diversos terrorismos, surgen esencialmente del odio masivo inducido por los ideólogos respectivos. La citada autora agrega: “En las últimas décadas del siglo pasado se han sucedido, en continuo aumento y en todos los continentes, sangrientos conflictos causados por dictadores y caudillos que recurrieron y recurren a «subterfugios momentáneos en la lucha por una hegemonía de corta duración» y fomentan el odio contra otras poblaciones señaladas como distintas o de raza inferior”.
“Un índice de la perversión del comportamiento humano se manifestó con toda su crudeza a propósito de los sucesos del 11 de septiembre de 2001. Mientras miles de personas sucumbían bajo toneladas de escombros de las Torres Gemelas en llamas, en otras partes del planeta los desheredados de la Tierra celebraban esta victoria. ¿Victoria o venganza contra los pueblos de Occidente, a quienes se consideraba culpables de la miseria que asola a los países del Sur?”.
“El regocijo de los desheredados de la Tierra se debía a que, a través de la acción terrorista, se había infligido un duro golpe a quienes consideraban responsables de sus sufrimientos, y por eso estaban ingenuamente convencidos de que la hegemonía terrorista traería el anhelado bienestar. La motivación de los terroristas es diferente. Para ellos, los pueblos de Occidente representan una cultura diametralmente opuesta a sus ideologías”.
El antídoto contra el veneno psicológico al que está expuesto el individuo común, consiste en la adopción de un individualismo que lo lleve a sentirse un ciudadano del mundo, renunciando a ser parte de subgrupos con intereses sectoriales y, sobre todo, dejando de ser obedientes incondicionales a los líderes de esos subgrupos de la sociedad. Tanto el marxismo, como algunos grupos islámicos, por ser ideologías incompatibles con la cultura occidental, son los principales promotores del odio y de la violencia destructiva. Sus adeptos, o victimas ideológicas, son quienes mayoritariamente festejaron, y festejan todavía, los diversos atentados terroristas contra personas comunes. La citada autora agrega: “En el siglo XXI irrumpen síndromes letales como el sida, el ébola y una epidemia quizá más mortífera, que se ha llamado «martiriomanía». Este nuevo síndrome difiere de los anteriores en el hecho de que no lo causa un agente externo –virus, bacterias o parásitos-, que podría ser neutralizado con vacunación o terapia farmacológica. Consiste en la devoción total y obediencia ciega a una causa o una ideología con la que se compromete el individuo, jurando cometer el acto suicida y homicida”. “La «martiriomanía» no se propaga por contacto, sino por un sistema de comunicación oral, el lenguaje, que predispone a millones de individuos a padecer privaciones, sufrimientos y la muerte en nombre de la ideología proclamada”.
“Este siniestro comportamiento de algunas personas, sobre todo jóvenes, se puede atajar, pues el hombre es un primate inteligente y su acción obedece no sólo a un rígido programa genético, sino también a su experiencia y capacidad cognitiva que en él alcanza el máximo desarrollo”. “Para ello la estrategia debe ser similar a la del terrorismo, que consiste en el reclutamiento de jóvenes, pero con fines diametralmente opuestos”.
La violencia social tiende a incrementarse cuando se la promueve desde los propios sectores estatales. Así, desde gran parte del sector judicial se afirma que la violencia urbana resulta “una justa venganza contra una sociedad que excluyó previamente al delincuente”. Se considera al terrorista como “joven idealista”, mientras el Estado indemniza a los familiares del terrorista caído como consecuencia de sus andanzas violentas, mientras que nunca se interesa por las víctimas de esa violencia.
La “gran idea”, promotora de la violencia sin fin, es la que aduce que los pobres carecen totalmente de defectos y que, por lo tanto no deben cambiar ni mejorar en lo más mínimo, mientras que los sectores productivos, por el contrario, carecen totalmente de virtudes, y sólo generan desigualdad social, siendo tal desigualdad la que finalmente promueve la violencia. Una vez instalada esta creencia, no hace falta que alguien dirija la rebelión armada de pobres contra ricos, sino que tal rebelión se ha de dar en forma espontánea, con distintos niveles de violencia, según la habilidad para convencer a las masas que tenga el ideólogo marxista o el sacerdote tercermundista.
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