En época de elecciones, surgen proclamas de quienes buscan captar la máxima cantidad de votos aun a costa de sacrificar la verdad. Al igual que el empresario irresponsable, que busca optimizar ganancias a cualquier precio, el político irresponsable busca optimizar el caudal de votos de la misma manera. En ambos casos se desvirtúa la competencia por cuanto, tanto la optimización de ganancias como la de votos, deben ser la consecuencia de haber producido con calidad y eficiencia, o la consecuencia de haber participado en la gestión pública o privada con honradez y eficacia.
Mientras que una economía nacional sólida sólo puede establecerse cuando existe una cantidad apreciable de competidores en el mercado, una política nacional sólida sólo podrá surgir de un ambiente intelectual y político competente. Por el contrario, cuando no existe una cantidad suficiente de empresarios, es imposible que surjan verdaderos mercados, ya que solamente aparecerán monopolios con una clientela cautiva. En forma similar, cuando intelectuales y políticos se someten a ideologías y creencias alejadas de la realidad, no es posible establecer democracias estables, ya que sólo es posible mantener o acrecentar el voto cautivo que proviene de personas engañadas a la vez mediante la propaganda partidaria.
Cuando una familia vive más allá de sus posibilidades materiales, es decir, cuando entran por mes 100 unidades monetarias y gasta 105 o 110, se hace necesario pedir préstamos para mantener el desajuste. Luego, los préstamos se han de cubrir con otros préstamos hasta que la situación estalla de alguna manera. De ahí que lo sensato resulta hacer un ajuste de los gastos hasta equilibrar el sistema. Mejor aún sería gastar menos de lo que entra mensualmente para poder invertir y así crecer económicamente.
Con los países sucede algo similar. Cuando el Estado recibe 100 unidades monetarias y gasta 105 o 110, se debe intentar realizar un ajuste. De lo contrario, deberá pedir préstamos, pagar intereses, y así hasta que la situación resulte insostenible. En los países subdesarrollados, intelectuales y políticos, en su mayoría, concuerdan en que el Estado debe gastar muchos recursos, incluso más de lo que recibe. Pronto se llega a la etapa de recurrir a préstamos o bien a la impresión monetaria excesiva que produce inflación. Los políticos llegan al extremo de sostener, posteriormente, que la deuda del Estado “no debe pagarse con el hambre del pueblo” y que los delincuentes son los que prestan el dinero y no los que no pagan sus deudas.
En las campañas electorales, la propaganda política propone tácitamente que el Estado debe gastar más de lo que recibe, mientras se difama a los políticos que sugieren realizar un ajuste económico. De los primeros, se dice que tienen “sensibilidad social”, mientras que de los últimos se dice que carecen de ella.
Una manera eficaz de deteriorar el sistema energético nacional consiste en subsidiar a las empresas distribuidoras para que ofrezcan el gas y la electricidad a precios reducidos. Con ello se consigue que el sector privado deje de hacer inversiones. Se promueve además el derroche de energía aunque con ello se logre un importante caudal de votos, por cuanto la mayoría supone que el derroche le resulta casi gratis a todos. Sin embargo, con el tiempo, se pierde el autoabastecimiento y se debe importar el gas, a precios elevados. Como el Estado gasta más de lo que recibe, surge un proceso inflacionario producido, entre otros factores, por la necesidad de importar combustibles. Recordando que la inflación castiga mucho más al pobre que al rico, y siendo las tarifas energéticas exiguas, puede decirse que el pobre, que en general consume bastante menos gas y electricidad que el rico, es el que subsidia finalmente a éste, aunque se diga por todas partes que las tarifas reducidas favorecen a los pobres.
También se critica a los que “carecen de sensibilidad social” cuando reducen los impuestos de algún sector productivo con la intención de que disponga de mayores recursos para hacer nuevas inversiones y genere puestos de trabajo adicionales. Los que critican nunca dicen que con esa reducción impositiva se está favoreciendo tanto a la producción como al empleo, sino que están “beneficiando a los ricos”.
Algunos analistas advierten que los políticos de izquierda, cuando llegan a diputados o senadores, se destacan esencialmente por oponerse a todo lo que proponen quienes intentan establecer un ajuste en la economía, es decir, una reducción del déficit estatal. Esta actitud opositora, revestida siempre de palabras agraviantes, es similar a la exteriorizada por el mismo sector ideológico en otros países. Jean-François Revel escribió: “Los socialistas…fueron tiempo atrás unos artistas tan excepcionales de la oposición, que aún siguen siéndolo. Al ocupar el poder no han sabido convertirse en gobernantes”.
“Al parecer no han comprendido que a partir de ahora se trataba, no de grandes discursos, sino de graves decisiones, y están estupefactos comprobando que no pueden corregir las consecuencias nefastas de lo que hacen con nuevas frases. ¡Ay!, el poder no es el «Club de la prensa», donde basta una pizca de habilidad verbal sazonada con un poquitín de hipocresía para retirar una palabra imprudente sin que dé la impresión de que desmentimos nada. Toda palabra puede abolir la otra. Pero una hermosa frase jamás abolirá un acto equivocado”.
“En el arte del oponente hay dos aspectos: triturar al adversario y prepararse para gobernar. Los socialistas han brillado mucho en el primer aspecto, tanto que no se han preocupado demasiado concretamente del segundo”. “Las «soluciones» socialistas sólo resolvían un único problema: desacreditar todo lo posible a los gobiernos de entonces, sin preocuparse lo más mínimo por saber por qué medios reales podían superar más tarde las dificultades de estos gobiernos”.
“Oponerse constituye un arte, lo mismo que gobernar, pero más variado y flexible, menos disciplinado, porque la oposición sólo tiene que influir en las mentes, mientras que el gobierno ha de actuar a un tiempo en las mentes y en las cosas” (De “El rechazo del Estado”-Editorial Planeta SA-Buenos Aires 1985).
Otro aspecto a destacar es la diferencia entre el socialista fuera del poder y el socialista con poder, ya que una vez que está al mando del Estado, olvida fácilmente las premisas que lo llevaron a esa posición. Sergio Vilar escribió: “Dime contra qué luchas y te diré qué es lo que más ambicionas, podríamos decir a tantos dirigentes comunistas que, cuando estaban en la oposición, en sus respectivos países, decían que una de las cosas que más querían, uno de sus principales objetivos, era «destruir el Estado burgués» con el fin de «establecer la dictadura del proletariado» como vía de preparación de la desaparición del Estado. Ninguno de sus llamados deseos-objetivos se ha cumplido. Cuando han conseguido conquistar un Estado burgués, han entrado dentro, han probado los sillones, las dependencias ministeriales y presidenciales e incluso los más sencillos butacones de los subsubsubsubsecretarios, y su conclusión ha sido rápida: «¡Caray, que bien que se está aquí!», y se han quedado con el Estado burgués para siempre…” (De “El disidente”-Plaza & Janés SA Editores-Barcelona 1981).
Se cree, por lo general, que la política es un asunto de ideas e intereses contrapuestos. Sin embargo, subyacente a estos aspectos intelectuales y personales, existen motivaciones básicas, como el amor y el odio, que son las verdaderas causas de los diversos comportamientos políticos y sociales. Pierre Ansart escribió: “La afectividad política, con sus figuras inagotables del amor y el odio, es evidente por sus múltiples manifestaciones y, no obstante, siempre está impregnada de oscuridad. Las emociones, los sentimientos y las pasiones no dejan de acompañar la vida política: desde la irritación de una modesta discusión sobre la designación de un candidato electoral hasta las angustias y embriagueces de una victoria militar, en todo momento entra en juego la afectividad individual y colectiva. A veces, una situación de conflicto revela sentimientos que parecían olvidados y se reconstituyen en la prueba; otras, una emoción súbita parece invadir a una población y llevarla a la angustia o la revuelta; otras más, un movimiento de simpatía o de afecto rodea a un jefe carismático; en otras ocasiones, al contrario, se cristaliza una representación de odio que hace de un jefe o todo un grupo un chivo emisario” (De “Los clínicos de las pasiones políticas”-Ediciones Nueva Visión SAIC-Buenos Aires 1997).
Si hablamos de amor y odio en la política, estamos hablando de cuestiones éticas, por lo que no resulta nada nuevo advertir que los éxitos y los fracasos políticos y económicos dependen esencialmente del nivel ético predominante en una sociedad o en un país. José Ortega y Gasset recomendaba a los argentinos de finales de la década del 30: “La crisis argentina no es económica, ni política, ni social, sino moral e intelectual: faltan normas para vivir e ideas para orientarse”. “¿Han perdido la fe en sus propios principios? ¿Es que no creen ya en su cultura?”.
Maira Herrero e Inés Viñuales de Santiváñez escriben al respecto: “El pensador español destaca las enormes capacidades, promesas y potencialidades de esa joven Argentina. Aunque a la par, nos transmite sus genuinas preocupaciones por el futuro de esa Argentina próspera e inteligente, en la que percibía una crisis moral e intelectual en ciernes. En forma temprana nos advierte sobre «la ausencia de los mejores, y el cinismo triunfante»”.
“Ortega se espanta ante el creciente oportunismo y el inmoderado apetito de fortuna que observa por doquier, y lamenta una ausencia de idoneidad y falta de adherencia y amor por el oficio o puesto. En forma visionaria, sugiere buscar el anclaje de las instituciones”. “El político y filósofo español nos dirá que el argentino vive el pasado con una pasión intensa, como si fuera hoy. El futuro le deja ansioso o extasiado por anticipado. Mientras, deja de lado el trabajo cotidiano y constante por consolidar el presente” (De “Ortega y Gasset en la cátedra Americana”-Grupo Editor Latinoamericano SRL-Buenos Aires 2004).
Luego de varias décadas de emitido el diagnóstico, las actitudes predominantes poco o nada han cambiado.
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