A lo largo de la historia, las actitudes erróneas fueron la principal causa de conflictos personales y grupales. De ahí que se hayan sugerido diversas maneras de eludirlas, constituyendo los intentos por liberar al hombre del sufrimiento asociado. Desde el cristianismo se interpretó que tal liberación consistía esencialmente en dejar de lado nuestros propios defectos personales, por lo cual la libertad tan ansiada no era otra cosa que la libertad respecto de una esclavitud autoinfligida por cada individuo.
El principal defecto humano consiste en el odio, que se manifiesta en forma de burla y de envidia. Si bien no existe unanimidad respecto del significado de estas actitudes, debemos sintetizarlas bajo su significado concreto. Así, cuando a la persona A le ocurre algo malo y B se alegra por ello, decimos que B puede llegar a burlarse de A, o bien mantener ese sentimiento oculto a los demás. También, cuando a la persona A le ocurra algo bueno, B se entristecerá por ello, por lo cual decimos que B siente envidia de A, actitud que también intentará disimular. Por ello, la burla y la envidia coexisten en una misma persona y pueden ser consideradas como las componentes del odio. Giovanni Papini escribió al respecto: “El que envidia es un venenoso que se envenena. Destila de su ser un licor maligno que después se bebe todo, gota a gota”.
“Se regocija en el dolor ajeno y siente dolor por la alegría de los demás –pero sus placeres están turbados y son breves en tanto que su sufrimiento es acerbo y constante. Sufre por el bien –o lo que a él le parece el bien- recaído en otros; sufre por la ansiedad de ver que ese bien les sea quitado; sufre por el temor de que el envidiado obtenga un bien más; sufre cuando oye elogiar a alguien, fuera de sí mismo; sufre cuando alguien deplora el daño recaído en el envidiado y que a él lo reconfortó”.
“La extrema envidia lo lleva a veces al odio, tormento y peligro de los mayores; o lo condena a la amarga masticación de la misantropía segregadora, o lo impulsa, para superar a los envidiados, a una inquieta y tal vez fraudulenta conquista de riquezas y fama. Pero el mal mayor le viene de su imaginación que de tal manera agiganta la fortuna de los demás y empequeñece la suya; y hasta tal punto que él no ve ni goza los bienes propios, ni los siente, aprisionado y tenso en la tarea de espiar y envidiar los de los prójimos. No puede soportar la riqueza ajena y mientras tanto se empobrece; no puede ver la felicidad de los demás y se entristece siempre más; no puede tolerar la grandeza de sus semejantes y pierde la poca que posee o que podría poseer” (De “Informe sobre los hombres”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1979).
La liberación cristiana consiste esencialmente en suministrar un antídoto contra el odio, ya que sugiere el amor al prójimo; actitud por la cual se debe intentar compartir las penas y las alegrías ajenas como propias (en lugar de cambiar la alegría ajena en tristeza propia y el dolor ajeno en alegría propia). La actitud cooperativa propuesta por el cristianismo no sólo resulta efectiva para combatir el sufrimiento sino que, además, promueve un elevado grado de felicidad, ya que “alegría compartida es doble alegría y dolor compartido es medio dolor”.
En nuestra época, en la cual cada vez es menor la influencia religiosa, las nuevas generaciones tienden a buscar soluciones existenciales en otra parte. Tal es así que, ante el sufrimiento producido por la envidia, o por la “desigualdad social”, se supone que todos nuestros problemas se solucionarán quitándole las riquezas a quienes más tienen, de tal manera que las incomodidades y los sufrimientos sean por todos compartidos con la desaparición aparente de las causas motivadoras de la envidia. Esta es esencialmente la “liberación marxista” propuesta a través del socialismo. El envidioso no debería intentar cambiar en lo más mínimo, ya que será el sistema social el que habrá de suprimir las desigualdades generadoras de envidia.
La igualdad social es anhelada por quienes se sienten inferiores y renuncian a todo intento por mejorar su condición. Papini agrega: “La envidia despierta la caridad justamente porque es lo opuesto a la caridad, que se alegra por el bien de los demás y padece sus males más que los propios. Y es lo opuesto de los sentimientos más altos, del amor, que goza con la dicha del amado aun a costa del propio dolor, de la generosidad, que llega a sufrir ante el mal del enemigo mismo; del entusiasmo, que todo lo engrandece mientras que la envidia todo lo envilece. La magnificencia es de los grandes así como la mezquindad es de los pequeños”.
“Pero cuando la envidia, en vez de ser un mal secreto de los solitarios, infecta a las multitudes, entonces es funesta en cuanto a lo universal. La envidia de la plebe hacia los oligarcas es el origen primero de la mediocracia. La envidia de las clases bajas, más numerosas, contra los poderosos, enciende el fuego de las revoluciones; la envidia de los pobres hacia los ricos es causa de saqueos y de todo hurto legal. La envidia de los pueblos contra los pueblos es una de las razones de las guerras de exterminio. Si individualmente es veneno que intoxica, destilado en las mayorías es bacilo de peste que destruye también a los inocentes”.
La proliferación de la envidia tiene como cómplices necesarios a quienes se jactan de sus riquezas y de su poder haciendo ostentosas demostraciones. De ahí que debamos distinguir entre los ricos según la forma en que han obtenido sus riquezas y según la forma en que disponen de ellas. No es lo mismo el empresario exitoso que reinvierte sus ganancias buscando una mejora social, que el político que roba al Estado para luego esperar la admiración de las masas por tal habilidad. Por lo general, el envidioso tiende a calumniar al empresario exitoso mientras que admira al político por cuanto supone que éste le ha robado a aquél, cuando en realidad, al robar al Estado, le roba a toda la sociedad. “Las almas malignas –frecuentes también entre los envidiados- se complacen tanto en ese homenaje indirecto y forzado que es la envidia, que se divierten al provocarla con la ostentación y la cultivan vanagloriándose de sus triunfos ante aquellos que sufren. Gozan al ver el padecimiento del envidioso y caen, por lo tanto, en su mismo pecado que es la anticaridad. Otros, en cambio, por prudencia y compasión, ocultan lo mejor de ellos mismos y la ventura, si les llega, y terminan siendo simuladores por querer hacer el bien”.
La envidia está asociada a la escala de valores adoptada por el individuo, ya que por lo general se siente envidia por cuestiones esencialmente materiales, y no tanto por el nivel de felicidad alcanzado, ya que la felicidad depende esencialmente de la actitud cooperativa hacia el resto de las personas. Los seres humanos están disponibles por millones y nadie puede quejarse de que falten personas con quienes entablar amistad. “La envidia es el efecto de una múltiple imbecilidad…Las más de las veces se envidia a quien no merece ser envidiado, ya sea porque el bien aparente es un mal efectivo, ya sea porque en realidad goza y posee menos que nosotros. Imbecilidad porque se envidia inclusive el mal y el pecado o cosas que verdaderamente no querríamos tener, o ciertos bienes propicios a otros que para nosotros serían una carga y un daño. Imbecilidad porque por lo general se envidian los bienes materiales, es decir, los inferiores, y que por naturaleza son limitados hasta tal punto que una parte dada a nosotros es sustraída a los otros; mientras que raramente se envidian los bienes espirituales, tanto más preciosos, y que a diferencia de los primeros más se acrecientan si son más sus poseedores”.
La lucha entre el Bien y el Mal, simbolizada por las fuerzas opuestas de Dios y Satanás, en realidad se trata de la lucha entre el amor, por una parte, y el odio, el egoísmo y la negligencia, por la otra. El citado autor agrega: “A los envidiosos les sucede ser castigados más visiblemente que otros culpables. El demonio, que según las palabras de la Sapiencia introdujo la muerte en el mundo por la envidia a los hombres, fue condenado a verlo a Dios mismo encarnarse en el hombre y vencer la muerte. Caín, que por envidia mató a Abel, tuvo que errar sobre la Tierra empujado por el fuego; los hijos de Job, que por envidia vendieron a José a los mercaderes, después tuvieron que humillarse ante el hermano, vuelto rico y poderoso como su envidiosa fantasía jamás hubiera podido figurarse; los judíos que, según atestigua Mateo, lo entregaron a Jesús a Pilatos, movidos por la envidia, años después fueron exterminados por las dagas romanas mientras Jerusalén era reducida a un montón de escombros y a una sepultura común”.
“¿De dónde nace este pecado que aun siendo tortura para quien lo comete es tan común entre los hombres? Muchos creen que su raíz está en el orgullo, pero se equivocan. El verdadero orgullo no envidia, no se siente inferior a nadie y si ve la grandeza ajena no sufre porque se propone superarla ya que se siente capaz de obtenerla en mayor grado. La envidia, por el contrario, viene de una especie de humildad involuntaria y acre que reconoce la superioridad de otros y la propia incapacidad de alcanzarla. Más aún, casi siempre es una admiración acompañada por la tristeza de la impotencia. Al igual que el soberbio, el envidioso no tolera a quien está más elevado que él, y resignado a su miseria y pequeñez querría que todos fuesen pequeños y míseros como él y más que él, pero el soberbio se mide con los grandes y hasta desearía que lo fuesen más porque mayor sería el orgullo de sobrepasarlos”.
Puede decirse que las grandes catástrofes sociales del siglo XX, producidas por los totalitarismos, tuvieron mucho que ver con la envidia. La persecución de judíos por parte de los nazis, considerados inferiores, quedó pronto desmentida por la cantidad de Premios Nobel logrados por esa etnia, por lo que, en realidad, tal persecución fue motivada por razones de envidia ante un grupo de gente que se destacaba de los demás por méritos propios.
La “liberación marxista” de la envidia fue propuesta en Rusia suponiendo que la abolición de la propiedad privada de los medios de producción habría de eliminar ese grave y negativo sentimiento. La competencia egoísta se manifestó de otras formas mientras que la escala de valores materialista se mantuvo vigente. Las decenas de millones de víctimas inocentes no alcanzaron para borrar actitudes que se cambian individual e interiormente, y no socialmente.
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