En cuanto al significado de “noble” y “vulgar”, puede citarse a José Ortega y Gasset, quien escribió: “Nunca el hombre-masa hubiera apelado a nada fuera de él si la circunstancia no le hubiese forzado violentamente a ello. Como ahora la circunstancia no le obliga, el eterno hombre-masa, consecuente con su índole, deja de apelar y se siente soberano de su vida. En cambio, el hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que, al comienzo, distinguíamos al hombre excelente del hombre vulgar diciendo: que aquel es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada, sino que se contenta con lo que es y está encantado consigo”. “Es intelectualmente masa el que ante un problema cualquiera se contenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza. Es, en cambio, egregio el que desestima lo que halla sin previo esfuerzo en su mente, y sólo acepta como digno de él lo que aún está por encima de él y exige un nuevo estirón para alcanzarlo”.
“Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre. No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por eso no estima como una opresión la necesidad de servir. Cuando ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina –la vida noble. La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos”. “«Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y a ley» (Goethe)” (De “La rebelión de las masas”-Editorial Planeta-De Agostini SA-Barcelona 1984).
La descripción anterior recuerda la de los Evangelios, donde se divide a los hombres en justos y pecadores. El justo vendría a coincidir con el noble, por cuanto orienta su vida mediante referencias externas, como es la religión, esforzándose por mejorar cada día sirviendo al prójimo de la mejor manera posible. Es representativa de tal personalidad la acción de lavar los pies a otros individuos, símbolo utilizado por Cristo ante sus seguidores para mostrarles la actitud a adoptar. El pecador, por el contrario, es el que no realiza ningún esfuerzo por mejorar ni por servir a los demás. Si bien encontramos a diario personas “que no hacen el mal a nadie”, y que poco esfuerzo hacen por superarse, recordemos que buena persona es la que hace el bien y no la que no hace el mal.
A partir de la analogía descriptiva entre nobles y vulgares, por una parte, y justos y pecadores, por la otra, puede interpretarse la persecución religiosa en contra de los cristianos como un aspecto más del fenómeno general descrito por Ortega y Gasset como “la rebelión de las masas”, que desembocó finalmente en los sistemas totalitarios produciendo las peores catástrofes sociales en toda la historia de la humanidad. Tal fenómeno surge de la negativa esencial de vulgares y pecadores de dejar de serlo; cuando, además, se rebelan y avanzan sobre nobles y justos con intenciones de dominarlos o de reemplazarlos de sus lugares preeminentes en la sociedad. Es el comienzo de la barbarie populista y totalitaria. Justamente, bajo sistemas nazis y comunistas se produjo la persecución sistemática de adeptos religiosos y el reemplazo de religiones por ideologías.
El cristianismo tiene como prioridad promover cierta “movilidad social” tratando que el pecador (el hombre-masa) se convierta en un hombre justo (o noble). Los totalitarismos, por el contrario, exaltan los atributos del hombre-masa y niegan los del noble. Crean antagonismos irreconciliables entre ambos hasta que se produce la rebelión de las masas (la revolución). Una vez dominado el Estado, reemplazan a los nobles imponiendo sus caprichos y su ferocidad.
Los totalitarismos se distinguen por el pretexto utilizado para promover el antagonismo contra la nobleza, como fue la raza para los nazis o las clases sociales para el marxismo. Andrea Riccardi escribió: “El articulo 24 del programa del Partido Nacionalsocialista (NSDAP), establecido en 1920, proclamaba «la libertad para todas las confesiones religiosas en el Estado, siempre que éstas no constituyan un peligro para el propio Estado y no perjudiquen la moralidad y el sentido moral de la raza alemana. El partido como tal se declara favorable al cristianismo positivo pero no se vincula, en cuestiones de fe, a ninguna religión». La ambigua «fórmula del cristianismo positivo» terminaría por identificarse con el nacionalsocialismo. En 1937, el ministro encargado de los asuntos eclesiásticos, Hans Kerrl, declaró: «El partido se apoya en el fundamento del cristianismo positivo que es el nacionalsocialismo. Éste nace de la voluntad de Dios, encarnada en la sangre alemana. Decir que el cristianismo consiste en la fe en Cristo, hijo de Dios, me provoca risa. El verdadero cristianismo está representado por el partido, y el pueblo alemán es llamado por el Führer para que practique un cristianismo verdadero y concreto. El Führer es el protagonista de una nueva revelación»”.
En cuanto a la forma de eliminar la influencia de la Iglesia, el citado autor agrega: “Puesto que los estatutos de la Juventud Hitleriana prohibían pertenecer a dos organizaciones, este decreto supuso el fin de las asociaciones juveniles católicas”. “Un decreto de 1935 determinó que ningún periódico tenía derecho a publicar artículos de contenido religioso. Luego de esta medida, la prensa católica dejó de existir”. “El principal objetivo del nacionalsocialismo con respecto a las Iglesias era su eliminación y la sustitución del cristianismo por la fe del nazismo”.
Respecto de la actitud marxista-leninista en la URSS, escribió: “Antes de la Revolución se cree que había en Rusia más de setenta mil iglesias y capillas. En 1939, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, se conservaban abiertas poco más de un centenar de iglesias y había cuatro obispos en actividad”. “La política antirreligiosa continuó incluso cuando el poder soviético estaba bien arraigado, como en los años de Kruschev, y nada tenía que temer de los escasos restos de la ortodoxia rusa completamente bajo control de los organismos de seguridad”. “En un país comunista, las comunidades religiosas no sólo no deben tener un papel social (por lo tanto no pueden desempeñar funciones educativas, caritativas, públicas), sino que deben desaparecer para dejar paso a un modelo de «hombre nuevo» y a una sociedad en la que haya sido desterrada la denominada «alienación religiosa» y se haya practicado y propagado el ateísmo…La religión ha de ser erradicada de la sociedad y de las conciencias. Bucharin, en el «ABC del comunismo», declara: «La religión y el comunismo son incompatibles tanto en la teoría como en la práctica»”.
“Célebre es la carta secreta de Lenin enviada a los miembros del Politburó el 19 de marzo de 1922: «La incautación de los objetos de valor, sobre todo, aquellos que pertenecen a las lauras, a los monasterios y a las iglesias más ricas, debe realizarse con resolución implacable, sin detenerse frente a nada y en el menor tiempo posible. Cuantos más exponentes de la burguesía y del clero reaccionarios consigamos fusilar por este motivo, tanto mejor»” (De “El siglo de los mártires”-Plaza & Janés Editores SA-Barcelona 2001).
Durante la Guerra Civil española se cometieron numerosos asesinatos de sacerdotes católicos. Sin embargo, como es propio de los marxistas-leninistas, sólo consideran valiosas las vidas de sus propios combatientes, de ahí que en la actualidad se hagan reclamos sólo por “las víctimas del franquismo”. “El 17 y el 18 de julio de 1936 tuvo lugar el levantamiento militar contra el gobierno republicano: fue el principio de la guerra civil. Se desencadenó una abierta persecución religiosa por parte de los anarquistas, socialistas radicales y comunistas. La escalada de los asesinatos fue impresionante: desde el 18 de julio hasta el final de ese mes, las victimas del clero ascendieron a 861; en agosto a 2.077, con una media de setenta muertes al día. En el otoño los asesinatos continuaron…En julio de 1937 las victimas del clero eran ya 6.500”.
En la Argentina, Juan D. Perón exaltaba el odio colectivo desde las clases sociales más pobres contra la clase media y la “oligarquía”, lo que produjo hechos como la quema de templos católicos por parte de sus seguidores. Mientras que Nerón incendió Roma y culpó a los cristianos, Perón incendió varios templos de Buenos Aires, y de otros puntos del país, culpando a otros. Félix Luna escribió: “Perón echó la culpa de los incendios alternativamente, a los comunistas, a una logia masónica, a los propios católicos o a grupos provocadores: disculpas pueriles, pues las agresiones no hubieran durado un minuto si las autoridades hubieran demostrado la más mínima voluntad de hacer cesar los ataques. En aquella noche medrosa del 16 de junio, ni una mosca se movía en Buenos Aires si Perón no lo autorizaba…”. “Ordenar quemar las iglesias (o dejar que las quemaran, tanto da) fue el error más grueso de Perón en esa pendiente de equivocaciones en la que se deslizaba desde noviembre del año anterior. El espectáculo de aquellos negros muñones, esos ámbitos sagrados llenos de escombros, conmovió profundamente al país, impresionó a los peronistas y, por sobre todo, hizo olvidar a las victimas de los bombardeos [sobre la Casa Rosada y adyacencias]”. “Ahora no se trataba de un club tradicional o de locales partidarios: eran las sedes de la oración y el recogimiento del alma. No se habían lastimado convicciones cívicas sino sentimientos religiosos. Cada una de las iglesias arrasadas por el fuego era un motivo para realimentar los motivos de la oposición y ratificarse en la certeza de que Perón era un Anticristo contra el cual todo estaba permitido” (De “Perón y su tiempo”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1986).
José Ortega y Gasset definía un país como “invertebrado” cuando era gobernado por vulgares y no por nobles. Su diagnóstico, en la década del 20, lamentablemente se cumplió con la Guerra Civil Española y la aparición en Europa de los distintos totalitarismos. Al respecto escribió: “Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”. “Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores” (De “España invertebrada”-Editorial Espasa-Calpe SA-Madrid 1967).
Si cambiamos las palabras “española” por “argentina” y “pueblo español” por “pueblo argentino”, lo anterior sigue teniendo validez. Cuando se le pidió al pueblo elegir entre Cristo y Barrabás, eligió a este último; cuando al pueblo argentino se le pide elegir entre Cristo y Perón, elige a este último. Así nos va.
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