Entre quienes adhieren en forma exclusiva a las ciencias sociales, o bien a la religión, existe una competencia destructiva, ya que no reconocen la validez de otra tendencia que no sea la propia. Para los demás, existe entre ambas una competencia cooperativa de la cual se benefician ambas partes, incluso el ciudadano común, ya que existe una disputa similar a la existente en el mercado, en donde, a mayor competencia entre empresarios, mayor beneficio para el consumidor.
Muchos creyentes establecen una relación de tipo afectivo con un ser perfecto e imaginario, el Dios con atributos humanos, en lugar de tratar de establecer un vínculo afectivo con seres imperfectos y reales. Luego, al sentirse “elevados”, miran desde la altura de lo sobrenatural a los simples seres naturales. Al aceptar tal tipo de desigualdad, rechazan todo lo que provenga de la ciencia, mientras que desde la ciencia pocos se atreven a cuestionar lo que resulta accesible sólo a los “elegidos”. De esa manera se acentúa la división entre religiones y entre ciencia y religión. Henri Baruk escribió:
“A cierto número de autores les ha parecido sorprendente ver poner a la orden del día la noción de conciencia moral, noción que consideran ligada a un pasado metafísico y teológico, e inaccesible a los métodos científicos. Para estos autores, la noción de conciencia moral es solamente cuestión de fe y de obediencia dogmática, por lo cual queda fuera de la experiencia y del conocimiento científico. Podría creerse que la certidumbre de la fe es una certeza elevada de golpe al máximo, afirmada sobre una creencia y un impulso afectivo intenso y a priori, por lo cual escapa a toda verificación. Pero en nuestra época de acción y verificación a ultranza, la certidumbre de la fe, por estar colocada en un plano inaccesible y separado de la vida práctica, termina por convertirse en una certidumbre formal que ya no tiene aplicación a la vida. Se efectúa una separación en virtud de la cual, sin discutirse, la certidumbre de la fe no es más que un ideal, una esperanza y, mientras parece ser absoluta, de hecho se la elimina cada vez más de la vida práctica y se halla en un plano cada vez más apartado de la realidad” (De “Psiquiatría moral experimental”-Fondo de Cultura Económica-México 1960).
En cuanto a la visión que podemos actualmente adoptar de la conciencia moral, puede decirse que se trata de un proceso por el cual, al disponer de cierta capacidad para ubicarnos en la situación emotiva de otra persona, a través de la empatía y de las neuronas espejo que la sustentan, podemos ser conscientes del mal que hacemos a otros. De ahí que, en alguna parte de nuestro cerebro, presionará cierta dosis de culpa que tratará de impedirnos otras ocasiones de perjudicar a alguien. Cuando tal proceso fue descubierto por vía intuitiva en épocas pasadas, se le dio un significado religioso, de ahí que se habla de la “voz interior de nuestra conciencia moral”. “Las innumerables experiencias que he realizado, me han demostrado que determinados actos injustos producen conflictos y catástrofes con la misma seguridad con que el bacilo tífico en las manos determina la fiebre tifoidea. En el dominio de los actos de la vida social existen leyes científicas tan rigurosas como en el dominio de la física o de la bacteriología”.
Así como existen enfermedades sin síntomas evidentes o molestos, y que por ello mismo entrañan bastante peligro para la salud, las consecuencias de las fallas morales tienen síntomas difíciles de advertir, por lo cual persisten hasta que, con el tiempo, recaen sobre el individuo los efectos menos pensados y más temidos. “Si nos limitamos a ordenar que no se cometan actos injustos por amor al cielo, muchas personas, si no ven los riesgos que corren, o si creen sacar provecho de sus injusticias, no vacilarán en cometerlas, con la seguridad, aun si son creyentes, de que obtendrán el perdón gracias a diversas ceremonias. El primer monoteísmo consideró que las consecuencias de la conducta se producían en este mundo, y que los acontecimientos de la vida formaban parte de una suerte de experimentación perpetua. Cuando se han arrojado al cielo las consecuencias de los actos, y cuando se ha separado al mundo terrestre injusto del mundo celeste ideal, por eso mismo se ha causado un debilitamiento y una escisión en la noción moral, que no podría menos de agravarse cada vez más en lo sucesivo”.
“Me ha parecido que un acto injusto tiene consecuencias ocultas, pero irremediables y terribles. En primer lugar, determina en quien lo realiza un malestar incoercible, del que trata de desprenderse rechazándolo. Pero este rechazo del juicio moral transforma ese malestar en perturbaciones más terribles y ocultas, mediante el mecanismo de una acusación inconsciente susceptible de trastornar toda la personalidad, y de conducirla a los peores excesos de los odios ciegos, de la agresividad, y de los desencadenamientos inagotables de luchas, calumnias, falsos testimonios y horrores sin fin. Ocurre que una sola personalidad, enferma de las consecuencias de una injusticia que ha cometido, puede prender fuego a toda una sociedad. Claro es que hay que añadir las reacciones de defensa de los miembros que lo rodean. Así nace la guerra, la guerra atroz justificada por todos los infundios, los equívocos, las mentiras, y que atiza por doquier el incendio”. “El rechazo de la conciencia moral…puede determinar psicosis de odio, manías de persecución y aun, una verdadera dislocación de la voluntad y de la personalidad”.
Al asociar los pecados y sus consecuencias a un mundo sobrenatural, y no natural, los creyentes se desligan de las consecuencias de sus acciones. Por el contrario, si se supone que tales fenómenos pertenecen al mundo natural, tarde o temprano los veremos confirmados en el ámbito de las ciencias humanas y sociales. Es posible que, en el futuro, las fallas morales puedan ser consideradas fallas psicológicas y tratadas como tales. “Comparemos con un ejemplo preciso estas dos variedades de certidumbres, la de la fe y la de la ciencia: la religión judía ordena, por ejemplo, lavarse las manos antes de comer. Esta obligación procede, para el creyente, de la fe en la Ley divina, en la Tora, cuyas prescripciones debe cumplir. Pero no sabe por qué debe lavarse las manos. También, a veces, se contenta con un simple gesto simbólico, que consiste en verter un poco de agua sobre los dedos para cumplir el mandamiento, el rito. Examinemos ahora la certidumbre científica. Sabemos, sin sombra de duda, que si tenemos las manos sucias antes de la comida corremos el riesgo, por ejemplo, de contraer la fiebre tifoidea. Por consiguiente, conociendo ese riesgo, tomamos todas las medidas conducentes a evitarlo. Por último, el resultado es el mismo, pero en el segundo caso la consagración práctica de la certidumbre científica es más eficaz”.
En el caso del cristianismo, el amor al prójimo resulta ser la guía y control que nos ha de permitir llevar una vida adaptada al orden natural. Para que sea eficaz, debemos ser capaces, en principio, de llevar una especie de contabilidad personal en la cual hemos de anotar la cantidad de personas de quienes compartimos sus penas y alegrías; la cantidad de personas que nos resultan indiferentes y también con quienes intercambiamos tristeza ajena por alegría propia y alegría ajena por tristeza propia. Si predominan los primeros sobre los últimos, andamos por buen camino. De lo contrario, debemos revertirlo.
Mientras que la empatía aparece en varios escritos sobre ética, existe la tendencia a no entrometerse en la religión tradicional, ya que desde ella se observa todo bajo una perspectiva sobrenatural. De ahí que las cosas se hagan incomprensibles y se pierda la eficacia de la ética predicada por Cristo. Adam Smith escribía en su “Teoría de los sentimientos morales”: “Cuando examino mi conducta y quiero juzgarla, y procuro condenarla o aprobarla, es evidente que yo me divido en cierto modo en dos personas, y que el yo apreciador y juez tiene un objetivo diferente del otro yo, cuya conducta se aprecia y juzga. La primera de estas dos personas reunidas en mí mismo es el espectador, cuyos sentimientos intento aprehender, poniéndome en su lugar y considerando desde él mi conducta; la segunda es el ser mismo que ha obrado, al que llamo yo y cuya conducta intento juzgar desde el punto de vista del espectador”.
La definición del amor, que resulta compatible con la psicología social, resulta ser la respuesta típica de la actitud empática. Fritz Breithaupt escribió: “¿Es la empatía el eslabón que une a la sociedad? Algunos de los autores que analizamos en este libro afirmarían que sí, o de hecho lo afirman en forma explícita como es el caso de Antonio Damasio, Robin Dunbar y Michael Tomasello, aunque por diferentes motivos. De hecho, es difícil imaginar que la empatía no tenga un rol de importancia en el trato social. Un indicio de ello está en el hecho de que los llamados «psicópatas», es decir, aquellas personas que no desarrollaron su capacidad para la empatía, son llamativamente incapaces para vivir en sociedad y conforman un alto porcentaje de los criminales peligrosos” (De “Culturas de la empatía”-Katz Editores-Buenos Aires 2011).
Si desde las ciencias sociales se trata de combatir el mal existente en el mundo, se ha de sugerir el predominio de la actitud del amor ya que se interpreta que todo individuo que realice malas acciones carece de empatía suficiente. Por el momento, su actitud dominante será el odio, el egoísmo o la negligencia, en distintas proporciones. Desde la religión, por el contrario, se trata de hacer intervenir algún tipo de interacción desde lo sobrenatural sobre el mundo real.
Resulta frecuente que un delincuente, o un asesino, tienda a eludir su culpabilidad considerando haber sido afectado por alguna posesión demoníaca. De esa forma se siente una victima inocente de las fuerzas del mal y poco esfuerzo hará por mejorar, descartando un posible mejoramiento. Por el contrario, cuando se considera que ha adoptado una actitud errónea, no podrá librarse de una culpa directa. Miguel Benzo Mestre escribió: “San Pablo llama a Satanás «el dios de este mundo»…y afirma que «nuestra lucha no es contra adversarios de carne y sangre, sino contra los Principados, contra las Potencias, contra los Rectores de este mundo de tinieblas, contra los Espíritus del mal que habitan los espacios celestes»”. “San Pablo atribuye la causa última de toda la corrupción moral del paganismo al orgullo intelectual de sus sabios, que se han negado a reconocer a Dios” (De “Teología para universitarios”-Ediciones Cristiandad-Madrid 1977).
El científico social también puede caer en la categoría de “pagano que se ha negado a reconocer a Dios”, aunque en realidad es el científico el que trata de describir las leyes naturales, o leyes de Dios, en lugar de ignorarlas totalmente atribuyendo al propio Dios decisiones cotidianas que llevan a una visión poco compatible con el mundo real. La falta de entendimiento se debe esencialmente a que el científico adopta como referencia el mundo real mientras que el creyente en lo sobrenatural adopta como referencia los Libros Sagrados escritos por hombres que miran a Dios, y que tienen, por cierto, las limitaciones propias del nivel de conocimientos de la época en que fueron escritos.
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