Son muy pocos los hombres que podrían vivir solos y completamente aislados de la sociedad, por lo que nuestra sociabilidad resulta ser una ventaja evolutiva que viene impresa en nuestra propia naturaleza. La necesidad de establecer un orden social se impone para facilitar la cooperación entre los distintos individuos que componen un grupo humano. De ahí que pueda denominarse “sociedad” a todo grupo que establece un orden social siendo su principal objetivo la supervivencia y la óptima realización de las potencialidades individuales. Si no existe tal orden, y reina el caos, se habla entonces de un simple conglomerado humano. Rubén H. Zorrilla escribió:
“Sociedad, cultura y persona constituyen la trinidad de la sociología. Las tres configuran la unidad del mundo sociocultural. Sin sociedad y sin cultura, no habría más que un individuo biológico desvalido; la persona no existiría. Sin ésta no habría sociedad ni cultura. Sobre los fundamentos de una arquitectura biológica inviolable, formada a lo largo de un vasto y misterioso proceso evolutivo, se elevó la sociedad humana y nacieron simultáneamente la persona y la cultura. En este proceso, algún homínido de plasticidad biológica y complejidad neurológica superiores se separó del universo natural y creó un aparato de complicación creciente para conectarse con él y sus congéneres. Desde alguna sociedad animal, se fueron formando la cultura y la persona. El cualquier caso, la sociedad –como lo prueban indirectamente las organizaciones sociales del mundo animal- precede a la cultura y la persona” (De “Principios y leyes de la Sociología”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1992).
El mantenimiento y mejora del orden social requiere de la mayoritaria adhesión a la cooperación antes que a la competencia y el aislamiento, ya que en toda sociedad existen tendencias que promueven la unión de sus integrantes como también aquellas de tipo disolvente. De ahí surge la lucha histórica entre el bien y el mal; entre una fuerza que propone establecer o mantener un orden social y otras que pretenden destruirlo. Como ejemplo de estas últimas, puede mencionarse la actitud dominante en quienes intentaron disolver la sociedad francesa en 1968: “Qué sabio fue aquél que en plena ocupación de la Sorbona escribió sobre uno de los monumentales cuadros que adornan sus viejos despachos esta lúcida frase: «La humanidad será feliz el día en que el último de los burócratas habrá sido colgado con las tripas del último de los capitalistas»” (De “Mayo'68” de José M. Vidal Villa-Editorial Bruguera SA-Barcelona 1978).
Por lo general, se acepta que el orden social debe establecerse a costa de una necesaria disminución de la libertad individual; de tal forma que, a mayor orden social, menor libertad, y viceversa. En antiguas civilizaciones, y en los totalitarismos recientes, la libertad era una atribución propia y exclusiva del emperador, del führer o del jefe del Partido Comunista, mientras que el resto sólo tenía la “libertad para obedecer”. Francisco Ayala escribió: “El dualismo polémico entre libertad y orden pertenece a un determinado momento de la historia política. Es la fórmula concreta de una contraposición de actitudes frente al Estado en una precisa fase de la sociedad moderna, cuyas condiciones permitieron que los hombres se agruparan como partidarios del orden, por un lado, y partidarios de la libertad por el otro”. “Cuando se afirma, como es frecuente, que en el mundo oriental era desconocida la libertad, quiere aludirse a la libertad instituida, organizada socialmente; a lo que suele entenderse por libertad política. Eran imperios inmensos regidos despóticamente por un dominador que se apoyaba en un grupo reducido de personas próximas a él. La extensión de la tierra sobre la que se dilataba su imperio, unida a la escasez de los medios de control a su disposición, obligaba a intensificar al máximo las atribuciones del dominador, cuya voluntad era, en principio, incontrastable. Jurídicamente sólo el déspota era libre, y él lo era en términos absolutos” (De “Historia de la libertad”-Editorial Atlántida SA-Buenos Aires 1951).
Se pueden vincular ambos conceptos mediante una fórmula sencilla:
Libertad = 1 / Orden social
Como ejemplo podemos considerar lo que ocurre en un establecimiento educativo a la hora del recreo, durante el cual los alumnos disponen de la mayor libertad permitida. Una vez que se reinician las actividades en el aula, se requiere orden y ello se logra restringiendo la libertad que instantes antes estaba permitida. Adviértase que, de seguir los alumnos con la predisposición anterior, no habría orden suficiente y la clase no podría concretarse.
Existen dos formas extremas en que se establece el orden. En la primera se lo consigue en base a la autodisciplina propia del alumno, siendo una consecuencia del amor propio que posee, no queriendo ser advertido por el docente que confió en su madurez por lo que teme su propia reprensión moral. La segunda se establece ante el temor por algún tipo de sanción o castigo material que institucionalmente se aplica al alumno que carece tanto de la suficiente autodisciplina como del consiguiente amor propio.
En cuanto a las tendencias políticas extremas, encontramos el anarquismo, que pretende la disolución del Estado para que así no se restrinja la libertad individual. En el otro extremo tenemos al socialismo real, que pretende establecer un orden social artificial, a partir del Estado, con la esperanza de que todo individuo se adapte al mismo, al precio de desconocer la libertad individual; todo se planifica, menos la libertad. El anarquista tendría razón si los hombres no tuviesen fallas, mientras que el socialista tendría razón si todos los hombres tuviesen serias fallas. De ahí que la postura que mejor se adapta a la realidad es la que propone que el orden social se establezca en forma espontánea luego del predominio de la autodisciplina, mientras que el Estado contempla los casos, siempre presentes, en que ello no ocurra. Siguiendo con la analogía anterior, el anarquista pretende eliminar todo tipo de sanción disciplinaria en las escuelas, mientras que el socialista pretende intensificarlas y aplicarlas incluso en forma preventiva.
Puede argumentarse que existen casos en que las autoridades educativas, claramente identificadas con el socialismo, proponen y logran erradicar las sanciones, actuando como anarquistas, aunque en realidad están en la fase destructiva de la sociedad capitalista, mientras que con el socialismo se harán las cosas en forma distinta. Adviértase que quienes promueven mínimas penas para peligrosos delincuentes, son los que simultáneamente admiran a Fidel Castro por la “mano dura” (o durísima) empleada en su gestión de gobierno; dureza que, posiblemente, ya no se utilice ante el temor que fue capaz de inducir.
Puede advertirse que, en el caso del aula, cuando la totalidad de los alumnos tienen madurez suficiente, surge un orden espontáneo, haciendo innecesario cualquier tipo de sanción. De esa forma no existe un antagonismo entre orden y libertad, ya que pueden coexistir ambas sin excluirse mutuamente. Por el contrario, si se impone un orden demasiado riguroso, es posible que se malogre la libertad individual, que tarde o temprano provocará alguna forma de protesta.
Se advierte, además, que el alumno en clase, si bien no se le permite realizar varias acciones, ha de adquirir nuevos conocimientos que acrecentarán las posibilidades de realizar otras no previstas con anterioridad, que compensan con amplitud a las prohibidas momentáneamente. Como consecuencia, puede decirse que no existe en ese caso incompatibilidad entre orden y libertad, sino que el sacrificio de algo de libertad no implica una pérdida, sino una inversión, ya que el individuo podrá capacitarse para realizar una mayor cantidad de acciones posibles. Este mismo proceso podrá darse en el resto de la sociedad. De ahí que el Estado sea visto como un medio que protege las libertades individuales favoreciendo simultáneamente el orden social, como es el caso del Estado democrático.
De la misma manera en que hablamos de los grados de libertad que un móvil tiene, considerando que posee mayores grados de libertad a medida que puede moverse en una mayor cantidad de formas posibles, mientras mayor sea la capacidad de adaptación de un hombre, como consecuencia de la mayor cantidad de conocimientos y de información adquirida, requiere de mayor cantidad de libertad para desarrollar sus potencialidades. Y mayor será la cantidad de libertad que podrá perder antes de sentirse esclavizado, tal el caso del intelectual que, aunque fuese encarcelado su cuerpo, nunca se podrá hacerlo con su mente. Este fue el caso de Epicteto, esclavo romano que trascendió a la historia como un reconocido filósofo.
Mientras que la libertad individual es un derecho inalienable, ya que le resulta imprescindible a todo individuo para conservarse y protegerse, junto a sus allegados, el Estado ha de asumir la obligación de conservar y de proteger el orden social, que es también una forma de proteger a todo el que esté involucrado. La idea de que, con el Estado, se produzca necesariamente el gobierno del hombre sobre el hombre, queda excluida; excepto cuando el gobierno se desvirtúa alejándose de sus atribuciones propias. Toda ley que obliga a un hombre a hacer algo, o a no hacerlo, se justifica cuando esté orientada a la estabilidad del orden social, que se logra protegiendo la libertad individual. Mariano Grondona escribió:
“Lo que quiere la gente cuando se une en sociedad es, primero, una ley positiva, algo así como la reglamentación de la ley natural. En el estado de naturaleza existía una ley natural pero nadie sabía bien dónde empezaba y dónde terminaba. La ley positiva sólo tiene por fin fijar y puntualizar la aplicación de la ley natural. Con lo cual queda aceptada la famosa jerarquía de leyes de Santo Tomás. Si una ley humana (inferior) va contra la ley natural (superior), no es verdadera «ley». La sociedad se une además para lograr un juez «indiferente», alguien imparcial que determine quién tiene razón en un conflicto determinado. Y, en tercer lugar, para que haya una autoridad que ejecute las sentencias de los jueces, que confiera poder a la ley y a quienes la interpretan” (De “Los pensadores de la libertad”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1986).
El Estado, en cuanto a la justicia, se desvirtúa con la intromisión de ideologías políticas que desplazan la imparcialidad atribuible al conocimiento científico, ya que las leyes naturales rigen igualitariamente a todo integrante de la sociedad. Por el contrario, un juez sometido ideológicamente, tiende a fallar siempre a favor, no del culpable, sino del que la ideología respectiva le indica que siempre es culpable. Así, el juez con orientación izquierdista tiende a favorecer al delincuente antes que a la persona decente por cuanto atribuye como causa de los delitos al “sistema capitalista”, o en el caso del juez laboral que tiende a favorecer al empleado por cuanto tiene una animadversión manifiesta contra los empresarios. La politización de la justicia implica una consciente orientación hacia la injusticia.
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