Por Mariano Grondona
Al condenar la "teología de la liberación", la Congregación para la Doctrina de la Fe que preside el cardenal alemán Josef Ratzinger en el Vaticano no ha podido eludir profundos interrogantes. Como se sabe, la Congregación condenó aquella parte de la "teología de la liberación" -de base latinoamericana- que postula la lucha de clases como clave de la acción en procura de un mundo más justo. Aceptar la lucha de clases implica adoptar también explícita o implícitamente sus premisas marxistas y, por lo tanto, la deificación de la historia. Para Marx, la historia es todo y la liberación se logra aquí en la Tierra a través de la lucha de clases. Esto supone negar toda trascendencia, llevaría al mismo tiempo a la Iglesia a identificarse con una clase social, contra las demás.
Pero la Iglesia no puede, no quiere ser clasista. El mensaje evangélico es para todos. La Iglesia está "con" los pobres en cuanto opta en favor de ellos en función de la caridad. No puede ser "de" los pobres, solamente de ellos, porque perdería su condición "católica", esto es "universal".
"Con" los pobres, la Iglesia Católica no quiere ser "de" los pobres. Pero habría que preguntarse si aquel estar "con" los pobres no es justamente lo que permite deslizamientos hacia este otro "de" que ahora se condena.
Lo que me atrevo a preguntar es si los "teólogos de la liberación" no extraen las consecuencias lógicas, últimas, de la "opción por los pobres" que también admiten quienes los condenan.
De alguna manera, no hay escapatoria a este dilema sino desde una nueva perspectiva. Si la Iglesia está "con" los pobres en función de la caridad, ¿qué habrán de hacer sus teólogs una vez que comprueban que la caridad no basta, que sigue habiendo pobres, que el corazón de los ricos es insensible? La acción caritativa por los pobres se agota pronto, no bien se advierte que la limosna actúa sólo en casos extremos, marginales. Si lo que ocurre no es el desarrollo económico general, ¿qué otra escapatoria queda a quienes se movilizaron por los pobres que resolverse a ser "de" ellos y encaminarse, por ahí, hacia una visión de clase?
La Iglesia "de" los pobres se prenuncia en la Iglesia "con" ellos en la medida que la caridad no basta; por ello, los teólogos de la liberación resultan solamente los discípulos más avanzados, más osados, de aquellos mismos que ahora los censuran.
Ocurre, creo, que a la Iglesia le ha faltado en todos estos años una doctrina del desarrollo económico. Toda su prédica social se ha concentrado en la distribución, en la justicia social. De ahí que siga atribuyendo a la caridad, a la limosna, un papel central. Pero en una sociedad subdesarrollada la caridad no basta; en una sociedad desarrollada es casi innecesaria. Insuficiente en unos casos, innecesaria en otros, la caridad adorna las almas pero no puede ser propuesta como la palanca de la promoción social.
La palanca es esta otra: la "generación" de nueva riqueza. Las inversiones. El desarrollo. Ante esto, ni siquiera Populorum Progressio, la encíclica sobre "El desarrollo de los pueblos" de Pablo VI, pudo desprenderse del distribucionismo inicial. Mientras el protestantismo, en sus orígenes, impulsó con fuerza la mentalidad desarrollista del capitalista y el inversor, facilitando la ventaja que aún nos llevan los anglosajones, a la Iglesia Católica le interesó sobre todo la distribución de la riqueza que ya estaba allí, preexistente.
Esta mentalidad, apropiada para las sociedades estancadas donde lo que uno gana otro lo pierde -y donde la justicia sólo se busca entonces con la caridad o la revolución- no lo es para sociedades en crecimiento donde cuando alguien gana el otro también gana porque hay beneficios y no solamente capital para distribuir. La Iglesia, eterna en sus verdades espirituales, tiene que cambiar su visión económica-social, incorporando las virtudes que tienen que ver con el trabajo productivo y la inversión multiplicadora. Entonces, cuando ponga tanto énfasis en la creación como en la distribución de la riqueza, podrá superar el dilema entre el "estar con" los pobres o "ser de" ellos a través de una tercera consigna: que no haya más pobres.
La Iglesia debería aspirar estar "sin" pobres por su agotamiento, por su extinción. Aunque parezca paradójico, la Iglesia debiera apuntar a ser solamente de los ricos, porque en la sociedad plenamente desarrollada todos lo son. Los pobres no han de ser el permanente motivo para que algunas almas se adornen con la caridad ni tampoco la permanente excusa de los violentos. Los pobres tienen que desaparecer como consecuencia del desarrollo. Entonces algunos perderán banderas políticas, pero a los pobres de verdad, ¿acaso les importará?
Ante una favella, una "barriada" o una "villa miseria", hay tres actitudes posibles. Una,ir todos los días a llevar el pan a cambio de gratificaciones espirituales. Otra, encender el lenguaje de la violencia revolucionaria. La tercera, poner una fábrica y dar trabajo digno y bien remunerado a sus habitantes. Solamente en el tercer caso la favella desaparecerá. En los otros dos, alguien vivirá espiritual o políticamente de ella.
El debate entre los espiritualistas y los políticos, en ese caso, será entre primos hermanos porque unos y otros viven "de" la favella en tanto sus presuntos beneficiarios siguen viviendo "en" ella. Pero éste no es el camino del progreso ni la vía de la dignidad humana, que no se exalta con dádivas y proclamas sino con efectivas oportunidades de trabajar, ganar y ahorrar como partícipes de un esfuerzo económico creador, eficiente, bien orientado.
(De "Bajo el imperio de las ideas morales"-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1993)
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1 comentario:
¿Y si no interesara la salvación material porque, en ese caso, encargarse únicamente de la espiritual aparecería como tarea poco atractiva y/o abstrusa para una mayoría de parroquianos e incluso demasiado sofisticada para muchos salvadores?
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