domingo, 3 de octubre de 2021

Pensadores de la negación

Marcuse, Reich, Freire, Fanon y Teilhard de Chardin, entre otros, desfilan por las páginas mordaces de La rebelión de la nada, publicado en 1984. La feliz intención del autor había sido "desmitificar a los desmitificadores".

Por Jorge Martínez

Entre la vasta obra que dejó el historiador argentino Enrique Díaz Araujo, quien falleció en febrero pasado a los 86 años, puede encontrarse un libro de combate, un ensayo provocador, irónico y desafiante aparecido hace cuatro decenios que abordaba un proceso ya muy avanzado para esa fecha y que hoy alcanzó niveles de saturación.

La rebelión de la nada, o los ideólogos de la subversión cultural se publicó en 1984. En sus páginas Díaz Araujo afrontaba con mirada irreverente las vidas y las ideas de una decena de "pensadores" que habían inspirado o ejecutado la vasta transformación social y sexual del siglo XX, cuyos efectos, desbocados, se derraman imparables sobre la centuria actual.

El prólogo aclaraba los tantos. En la obra, el autor se proponía "protestar contra los «bonzos» de la Nueva Izquierda, los grandes maestres de la Rebelión de la Nada, los favoritos de los Medios de Comunicación de Masas. Para desalienarnos (de nuestra condición humana) ellos recomiendan la «desmitificación» (de todos los valores en que se asienta nuestra vida). Les responderemos desmitificándolos a ellos y a sus mitos".

Ese tono socarrón fue uno de los grandes aciertos del libro. El otro, la selección de los pensadores, que desde luego fue arbitraria y pudo ser más amplia o más acotada. Pero los que recibieron los dardos filosos de Díaz Araujo bien merecido se lo tenían, de Herbert Marcuse al Che Guevara, y de Wilhelm Reich a Paulo Freire y Teilhard de Chardin.

Basándose en interpretaciones propias y de numerosas fuentes secundarias, el autor rastreaba la trayectoria de estos ilustres "rebeldes" a la caza de manías, vicios, desmesuras, caprichos o patologías que hubieran influido en la formulación de sus pensamientos. Lo asombroso de la pesquisa es el grado de auténtica "alienación" que sufrían quienes se creían llamados a combatirla con su pluma y con su ejemplo.

FRAUDE Y LOCURA

El caso más notable es el del austríaco Wilhelm Reich (1897-1957). Sabido es que Reich terminó sus días en Estados Unidos, donde lo recluyeron por enfermo mental y lo enviaron a la cárcel por estafador. Lo llamativo es que este personaje desorbitado, de enorme influencia en las décadas de 1930 y 1940, fue el padre del tóxico "freudomarxismo", el pionero de la revolución sexual y uno de los más insistentes promotores de la "liberación de la mujer" como la entendían quienes veían en ella un arma para la revolución social.

Antes de que lo expulsaran de todos los ámbitos políticos y pseudocientíficos que frecuentaba, incluso de las más ortodoxas formaciones comunistas, Reich había dado con la fórmula explosiva que haría volar por los aires a la sociedad asentada sobre los valores de la tradición cristiana. Sus cuestionadas "investigaciones" sobre la sexualidad, a la que buscaba liberar de las ataduras que la moderaban o la ocultaban, no eran gratuitas. El objetivo era minar el papel de la familia, que para Reich era la institución represiva por excelencia.

Detrás de sus imposturas y delirios había un designio muy preciso. Díaz Araujo destacaba que Reich no se equivocó al captar "el ingrediente revulsivo del freudismo para una negación radical de la civilización occidental al reducir todos sus elementos a simples compulsiones sexuales". En ello fue un ideólogo decidido y consecuente. No así en su vida personal, en la que, al igual que tantos de sus colegas transgresores, primó la hipocresía y la doble moral. Reich, ironizaba Díaz Araujo, proclamaba el libertinaje pero celaba a sus esposas (tuvo varias). Era "libertino público y Otelo privado".

No menos inquietante fue el caso de Frantz Fanon (1925-1961). También este "profeta del tercermundismo", el autor del clásico Los condenados de la tierra, era otro ideólogo aquejado de perturbaciones mentales, que siempre caminó por el borde entre la cordura y el desquicio.

El franco-caribeño de Fanon, señalaba Díaz Araujo, fue el teórico de la negritud como odio radical y venganza sexual, la expresión intelectualizada de una "fobia en definitiva". Su mensaje, que tantos adeptos consiguió a comienzos de la década de 1960 mientras se apagaba la guerra de Argelia, podía resumirse en el siguiente concepto: usar la ira como factor homicida. A la distancia puede verse en él a un precursor del actual antirracismo estadounidense y su venenosa "cultura de la cancelación".

SEMILLA GLOBALISTA

Al economista André Gunder Frank (1929-2005), maestro de la Nueva Escuela de la Dependencia, Díaz Araujo lo catalogaba como esquizofrénico por su tendencia a ser "políticamente revolucionario e intelectualmente reaccionario".

Aunque hace tiempo que las ideas de Gunder Frank pasaron de moda, es instructivo recorrer algunos de sus principios porque, según la glosa de Díaz Araujo, no perdieron vigencia, metamorfoseados en procesos que siguen operando en estos días.

Una de las novedades de la Nueva Escuela era que en el combate contra la dependencia económica apuntaba sus críticas tanto a los factores externos cuanto a los internos, como la burguesía nacional y el nacionalismo. En esa lucha veía con buenos ojos al lumpen, al "proletariado de la canalla", o "la golfocracia", según la definición de Karl Marx. Y, curiosamente o no tanto, defendía la integración de los estados nacionales a la economía mundial, lo que necesariamente llevaba a eliminar los intereses privados y nacionales. En suma, un globalismo de izquierda.

La rebelión de la nada también husmeaba en la vanidad insoportable y el "monoideísmo" evolucionista del sacerdote jesuita y paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), otro fenómeno intelectual hoy olvidado, o examinaba los pies de barro del mito universal del Che Guevara (1928-1967), en una semblanza excelente que más tarde el autor expandiría hasta ubicarla en una obra independiente. Con mirada más local se remontaba, además, hasta las extravagancias de José Ingenieros (1877-1925), ese escritor tan influyente en la historia intelectual argentina y al mismo tiempo un personaje lastrado por un temperamento inmaduro, casi infantil.

"Puede decirse que vivía en estado irónico", afirmaba Díaz Araujo del autor de El hombre mediocre. En efecto, Ingenieros era un bromista incansable, un molesto autor de chanzas elaboradas hasta la crueldad que revelaban un carácter siniestro y estúpido. "¿Hasta dónde esta faceta de la vida de Ingenieros influyó sobre su condición de pensador? ¿Se trata de un caso psiquiátrico, de una de esas psicopatías a las que era tan afecto de investigar?", preguntaba su crítico menos indulgente.

No era el único enigma de la lista. Paulo Freire (1921-1997), "el pedagogo de la nueva izquierda latinoamericana", esbozó una teoría para enseñar a partir de un método de quince palabras que suprimía "lo que erróneamente se viene denominando «educación»". No puede sorprender el éxito descomunal que tuvo sobre generaciones de docentes latinoamericanos este teórico que fue el gran crítico de la educación "domesticadora, alienante, bancaria". "Más importante que alfabetizar es concientizar", era uno de sus lemas elocuentes. Aun así, la claridad no figuraba entre sus virtudes. Díaz Araujo lo demostraba citando una larga parrafada incomprensible tomada de Pedagogía del oprimido (1968).

¿Había un "gran maestre" de la Nueva Izquierda? Sí, era Herbert Marcuse (1898-1979), hombre de la expansiva Escuela de Frankfurt, luego analista de la organización precursora de la CIA durante la Segunda Guerra Mundial, después profesor establecido en las mejores universidades de Estados Unidos, donde vivió sus últimos años.

Sus ideas se popularizaron con la revuelta contracultural de "los años 60, el movimiento de los hippies y el mayo francés. Marcuse aparecía por entonces como un Wilhelm Reich más serio y más complejo. Al igual que el desequilibrado médico austríaco, su amalgama de revolución y liberación también ponía el énfasis en el potencial subversivo de las frustraciones sexuales y los conflictos intrafamiliares, a los que convenía atizar". Díaz Araujo recordaba otros dos aspectos muy actuales de la obra de Marcuse: el haber detectado el valor de los marginales y de las minorías en la lucha revolucionaria y su llamado de atención sobre el poder del lenguaje como arma insurreccional.

El filósofo que propugnaba abiertamente la "intolerancia de los tolerantes" (uno de sus libros se titulaba La tolerancia represiva) trabajó siempre en torno a una idea fuerza que daría frutos tan abundantes como perniciosos: para cambiar la civilización hay que cambiar al hombre.

La nada que postulaban estos pensadores revulsivos podía entenderse en dos sentidos: por un lado el nihilismo en el que desembocaban sus ideas, y por otro la pavorosa falta de sustento intelectual detrás de sus jergas muchas veces rimbombantes o convenientemente herméticas. Díaz Araujo ilustró esa doble carencia revisando además los defectos demasiado humanos de estas luminarias que llevaban décadas entronizadas. Su intención, dictada "por simple higiene mental", fue "desnudarlos de la falsa caparazón heroica con que se revistieron y con la que sus secuaces y epígonos los siguen disfrazando". Lo hizo con buena prosa y con la rara valentía de quien cumple en dar testimonio de la verdad a tiempo y a destiempo.

(De www.laprensa.com.ar)

1 comentario:

agente t dijo...

Todos estos personajes destilan una ideología que tiene como real pretensión defender una industria sui generis, su posición privilegiada de clase ociosa. Se trata de que se perciba al intelectual de izquierdas como a un funcionario superior de necesaria consulta. De ahí el uso de un lenguaje pseudoinnovador, alejado del natural y convencional.