Por Marcelo Carlos Romero
La izquierda, aunque atea, insiste una y otra vez en beatificar al criminal. Lo considera una víctima del sistema capitalista que lo excluyó, quitándole oportunidades de una vida mejor. Esta víctima no eligió libremente el camino del delito, no ejerció su libre albedrío para robar, violar o matar, sino que fue empujada por el Tío Sam hacia los oscuros laberintos de la conducta criminal.
¿Exageración? Para nada. Es lo que se enseña -hoy- en las universidades argentinas.
Es el concepto que repiten como papagayos jurídicos muchos de los alumnos y los graduados de las facultades de Derecho. Y, muchas veces, es el espíritu de resoluciones judiciales que espantan hasta el más lego de los habitantes de este castigado país.
Justo es reconocer que también hay alumnos y graduados con pensamiento crítico, que eluden estos disparates en la primera oportunidad que se les presenta.
PARADOJA INFINITA
Este absurdo intelectual es el que informa y condiciona la política criminal argentina desde hace más de tres décadas. Genera en los dirigentes políticos una paradoja infinita: Brindar seguridad y justicia a la comunidad que los sostiene en sus cargos, pero deben hacerlo con esta base ideológica a la que no se animan -siquiera- a objetar.
Este helado caliente, esta noche soleada, generó el caldo de cultivo necesario para el nacimiento, desarrollo y fortalecimiento de la pseudodoctrina más nefasta para el Derecho Penal Argentino: El Abolicionismo Penal y sus hermanos menores, minimalismo penal y buenismo penal.
El multidoctorado abogado argentino Eugenio Raúl Zaffaroni y sus adláteres, aprovecharon la postdictadura militar para extrapolar ideas europeas postnazismo. En ese último escenario, las corrientes abolicionistas europeas-continentales, analizaron los sistemas penales fascistas residuales de la posguerra.
De esta forma, en estas tierras, a mediados de los años '80, las obras de Alessandro Baratta, Massimo Pavarini, Thomas Mathiesen, Nils Christie, Louk Hulsman y Michel Foucault, eran consideradas verdaderos oráculos en los grupos de lectura que pululaban por doquier.
La progresía vernácula quedó maravillada con aquel revoltijo de ideas, que ya había tenido su aperitivo en la ensalada ochentosa de tipicidad y culpabilidad.
Zaffaroni se fue convirtiendo en el gurú del penalismo local. Sus postulados se convirtieron en evangelios laicos en facultades de Derecho, institutos de posgrado, Consejos de la Magistratura, cátedras, seminarios, congresos y jornadas.
No seguir las ideas del gurú convertía al rebelde en piedra.
ES PRESENTE
Pero, no es pasado. Es presente. Esta fascinación está intacta en el mundo académico y en el Pretorio.
Aunque, si alguien logra romper la burbuja y mirar tan solo un instante el mundo exterior, podrá advertir sin hesitación que los sofismas abolicionistas y la santificación del criminal no han servido sino para lograr que el Sistema Penal Argentino se haya convertido en un laberinto que, a la larga o la corta, permite que el delincuente eluda la sanción, el castigo, la pena.
El abolicionismo no sólo ha invertido el paradigma milenario del Derecho Penal (El criminal es la víctima. La víctima, el victimario), sino que -además- engendró magistrados agnósticos de la pena. Jueces que sienten culpa al imponer sanciones penales. Fiscales que actúan como defensores. Defensores que se asombran por el rol que desempeñan sus contradictores procesales. La ensalada sigue servida.
Resulta imperativo volver a las fuentes del Derecho Penal y defenderlo de estos intentos de destrucción. No existe comunidad jurídicamente organizada en todo el planeta sin un sistema punitivo que sancione la conducta desviada. No existe una sociedad sin normas. No existe una sociedad sin consecuencias ante el incumplimiento de la Ley.
Y nunca olvidemos que los que tanto pregonan la canonización del criminal, siguen las banderas de los regímenes más severos -algunos despiadados- en materia penal.
Otro desatino criollo.
(De www.laprensa.com.ar)
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1 comentario:
Suprimir el sistema penal público no es una opción racional para el mantenimiento de la sociedad, ni del bienestar o la seguridad que proporciona su existencia. La alternativa sería un control social (es utópico pensar que se puede vivir civilizadamente sin él) sin límites y con toda clase de injerencias de los grupos organizados y poderosos que tendrían el camino libre para imponer sus principios e intereses particulares, por muy abyectos que fueran.
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