Por Dardo Gasparré
Varios de los problemas que acucian a las sociedades se crean por su actitud hipócrita de no pensar en los costos de todo tipo que pagarán si se les concede lo que reclaman con urgencia y vehemencia, o violencia.
Cuando en 1835 el gran filósofo político Alexis de Tocqueville plasmó en La Democracia en América su juicio sobre el sistema que los EEUU habían concebido apenas medio siglo antes, señaló los dos más grandes riesgos que a su criterio enfrentaba el nuevo modelo, a la par de la gran esperanza que ofrecía a los individuos del todo el mundo. El primero era la demagogia, que hoy podría sintetizarse como populismo, la deformación monstruosa que movería a los políticos candidatos a los puestos de gobierno a sobornar a las masas prometiéndole logros incumplibles, bienestar instantáneo y otros milagros, para lograr su voto. El segundo, era simétrico al anterior: el peligro de que los ciudadanos exigieran de sus candidatos que les prometieran los mismos milagros para votarlos, y, una vez votados, que les exigieran hacer esos milagros para reelegirlos. A doscientos años de esa profecía-temor, no cabe duda alguna de que el joven abogado y aristócrata (con perdón de la palabra) francés estaba en lo cierto. Desgraciadamente, lo que los argentinos consideraban un privilegio exclusivo, la inflación sistémica, consentida y provocada, parece haberse expandido por el mundo con mayor eficacia que un virus, inventado o no, chino o no. Pero con efectos más deletéreos.
Cuando Milton Friedman decidió incluir en su prédica el concepto principal de los economistas austríacos que consideraban la inflación como el cáncer del sistema económico instaurado por el capitalismo, dejó grabada a fuego su famosísima definición de que la inflación es, siempre y en todo lugar, un fenómeno monetario, concepto de pura lógica, más que de economía. Pero ha habido muchos cambios en el funcionamiento político mundial. Uno de esos cambios se origina en la permanente insistencia del socialismo marxista en que había otras maneras de lograr el bienestar y la equidad -que nunca supo ni pudo demostrar cuando fue gobierno. Otro cambio de fondo se fue gestando como un plan, que parece orgánico, que se conoce como gramscismo, por el jefe del comunismo italiano Antonio Gramsci, que es el mecanismo de resistencia revolucionaria que usó el marxismo luego de sus múltiples fracasos, consistente en apoderarse de la educación –o deseducación- adueñarse de la intelectualidad masiva, de una mayoría de opinión periodística, y en descalificar o cancelar los valores tradicionales occidentales, sin ofrecer alternativas realistas, sino simplemente atizando la disconformidad y cancelando, desvirtuando o bastardeando sus principios éticos, morales y sociales.
Comparándose absolutamente con nada, las sociedades del siglo XXI reclaman logros, beneficios, igualdades por las que no han hecho ningún esfuerzo, y –como temía Tocqueville- se lo reclaman a los gobiernos, y los gobiernos son medidos por el modo en que satisfacen esos reclamos, o, mejor dicho, por las promesas que hacen de satisfacer esos reclamos. Los gobernantes, que son finalmente políticos a quienes lo único que les interesa es conseguir el poder por el poder mismo, o conseguir el poder para enriquecerse, para ser sinceros, usando los consejos maquiavelianos como una suerte de biblia que todo lo perdona y todo lo justifica, están encantados con ese papel de milagreros que le adjudican los votantes, de modo que se configuran y perfeccionan las dos advertencias del gran politólogo galo.
Juego maquiavélico
Cuando los políticos gobernantes ven en peligro su constituency, sus votos, su riqueza y sus cabezas ante la imposibilidad de cumplir instantáneamente las promesas que han hecho en ese juego maquiavélico –valga la deliberada redundancia– acuden a la emisión, y consecuentemente a la inevitable inflación que ella produce, que corrompe el sistema y la moral general. Eso pasa en Argentina, pasa en el mundo, pasa ahora y pasó siempre. La inflación es fruto de la irresponsabilidad de los mandatarios, y de la hipocresía de sus mandantes, o sea la sociedad. Como la única manera de parar una inflación es con una cuota de recesión, retirando el dinero emitido de más con algún recurso, los gobiernos no se atreven a provocar esa recesión ni por un mes, porque el pueblo les retiraría el permiso para enriquecerse y se evidenciaría la impotencia de los mandatarios. Tampoco aceptan una deflación, porque se notaría la emisión pasada y muchas deudas se volverían impagables y los déficits insoportables.
Por eso la primera defensa de los gobernantes es negar la influencia de la emisión, que es de su responsabilidad exclusiva, para lo que primero inventan multicausalidades que no existen, ni en teoría ni en la práctica, o culpan del aumento de precios a especuladores, “avivados”, pícaros o egoístas, y en estos aspectos coinciden curiosamente Alberto Fernández y Joe Biden, Christine Lagarde con Janet Yellen o Jerome Powell, la Fed con el BCE, y un burro con un gran profesor.
Cuando Biden dice que la inflación se produce por la suba del precio del petróleo, miente a sabiendas. Se produce porque se ha emitido dinero suficiente para pagar esos aumentos. Y porque él fomenta el aumento salarial de todo el sistema americano sin correlato con la productividad, lo que la consolida. De lo contrario bajaría el volumen consumido o bajaría el consumo de otros bienes. Elemental, mi querido Joe, diría Sherlock. El petróleo ya llegó a 100 dólares antes, y no se produjo la inflación actual. Y eso vale aún para el encarecimiento del transporte. Cuando Biden acusa a las empresas de no querer producir más para satisfacer la demanda adicional creada por sus 9 trillones de dólares sin respaldo emitidos en menos de 2 años (40% del circulante estadounidense), no entiende la acción humana, ni el razonamiento empresario, que no lo quiere acompañar en el suicidio, pero los acusa igual para tirarles la culpa de su mano rota. Le falta la amenaza del alambre de fardo. Tampoco entiende cómo funciona el proceso del fracking y los tiempos de reacción que toma, evidentemente.
Seguramente se dirá que la inflación argentina es mucho peor, ignorando que la emisión de dólares americanos es tan grave como la emisión local, y que ya se ha perdido más del 10% del capital y el ahorro en el mundo entero en un año, y creciendo. Por supuesto que siempre se encontrarán argumentos para explicar ese despojo organizado, como las guerras, o las pandemias. Argumentos que también ocultan sistemáticos errores de los políticos en varios años de sus políticas de emisión monetaria, que han agravado con un tratado climático insostenible que hambreará a muchos países en breve. Y de paso, con un tratamiento incompetente y acomodaticio en las percepciones de la geopolítica, que se mezclan con negocios y negociados de todo tipo, apañamiento de corrupción y otras distorsiones de las que no se podrá hablar en breve por las redes.
La impotencia de los políticos
La inflación representa la impotencia de los políticos para cumplir promesas que nunca debieron hacer, porque lo que prometieron y prometen es inviable, porque las demandas que ellos mismos fomentaron no son alcanzables, porque la pobreza que generarían si tratasen de cumplir su palabra empeñada es más grave que lo que garantizaron lograr para sus pueblos. Porque, además, la inflación es silenciosa, no se aprueba en el Congreso o Parlamento, no se debate, supone venir del cielo, una especie de Don’t Look Up, como un meteorito, un factor exógeno que siempre se explica como un tsunami, una inundación o un terremoto, o con un enemigo externo malo que amenaza exterminar o esclavizar a la humanidad, una excusa orwelliana que no sólo no se puede probar, sino que no se puede discutir porque hacerlo sería traición a algo.
“La inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno espontáneo e incontrolable” parece ser la paráfrasis que deja conformes a los políticos. Y a los individuos que ven desaparecer su patrimonio, sus sueños, y muchas veces su libertad al conjuro de semejante flagelo sin vacuna. Esto por el lado de los políticos, monarcas modernos. Como no es posible ni sería serio atribuirles ignorancia en temas que no admiten ya discusión, que han sido probados por la evidencia empírica y por la teoría sólida miles de veces, sólo cabe la explicación de una deliberada lenidad para esconder la basura que generan debajo de la alfombra de las sociedades, para que al cabo de cierto tiempo aflore el daño, pero se le pueda echar la culpa a alguna causal exógena, un eclipse o un Big Brother enemigo.
¿Qué es lo que han hecho en las dos o tres últimas décadas EEUU, la UE, Argentina y en mayor o menor grado muchísimos gobiernos? Han escondido su emisión debajo de la alfombra. Una forma aparente de resolver el problema, las broncas, los reclamos populares o los desfalcos de los amigos, o de dejar conforme al votante con cómodos subsidios, sin someterlos a la necesidad de esfuerzo, trabajo o éxito alguno. El recuerdo del FMI diciendo a los cuatro vientos durante el cierre pandémico, (otro vil invento digno de Orwell, -o indigno de–) que no era el momento para preocuparse por el déficit y el nivel de gasto, como si fueran temas menores, fue una estafa de corte keynesiano que desató la inflación salvadora. Salvadora de políticos hipócritas, incompetentes, irresponsables y bastante faltos de ética y moral. Un fenómeno de hipocresía, contradiciendo al maestro Friedman.
Pero esa es una de las preocupaciones de Tocqueville. La otra es la gente, el pueblo, el votante, la sociedad, los individuos, la masa, como le quieran llamar. Que obviamente no constituye una unidad de pensamiento ni de procederes. Hasta que vota. Y ahí viene el complemento sine qua non que necesita el político. También la sociedad hace gala de su mayor cara de inocencia y estupidez cuando cree que le conviene, y sobre todo, cuando reclama instantaneidad, el “llame ya”, “el ahora 24”, el subsidio, la renta universal sin trabajar, la marcha, el piquete, las pedreas, la destrucción de Buenos Aires, o de París, o de Santiago. Cuando no una constitución igualitaria que resuelva de un plumazo todas las injusticias, todas las desigualdades, y sobre todo, que anule todo esfuerzo y trabajo previo, toda educación, formación o aprendizaje. Y si bien la columna usa ejemplos locales, para mejor comprensión, se aplica a todo el mundo, porque finalmente, no hay diferencias entre los seres humanos, ya se ha llegado a esa conclusión.
La sociedad culpable
La sociedad también tiene su cincuenta por ciento de aporte en el problema. Muchos protestan porque los precios suben, o piden subsidios y dádivas, pero a nadie se le ocurre pedir que paren la emisión, que se baje el déficit, que se deje de crear ministerios para los amigos o correligionarias, o amantes. Como los colgados piden que no se les corte la luz porque se les arruinó la comida que tienen en la heladera y el periodismo les pone un micrófono y las movileras se compadecen, y a nadie se le ocurre pensar que regalarles esa energía producirá déficit de la balanza de pagos y más emisión y/o cepo, y lo mismo vale para el transporte, los alquileres, el tratamiento de mascotas enfermas, como tampoco se les ocurre comparar con lo que cada uno destina al pago de otros servicios o bienes, conveniencia facilista que bendice y abraza la inflación y también implica una distorsión en los precios relativos que será gravísima. Y de nuevo, estas observaciones no son solamente válidas para Argentina. Valen para Europa, para Estados Unidos, aún para Uruguay, que aún sin estos extremos no alcanzan a comprender que igualmente marchan hacia el socialismo por senderos alternativos pero eficientes en lo desastroso.
Esa hipocresía lleva a reclamar por los pobres jubilados que ganan el mínimo, sin advertir que la gran mayoría que gana ese mínimo nunca hizo aporte alguno y fueron jubilados de favor, o sea más inflación. En nombre de la solidaridad. Y en un panorama más amplio, esa solidaridad sensible lleva a que simultáneamente se defienda el derecho de cada uno a hacer lo que desee con su cuerpo, pero luego se pide al Estado que se ocupe de proveer tratamientos de obesidad a los obesos, o tratamientos abortivos a quienes quieran abortar, o copas, tampones y analgésicos a las mujeres con su período, obviamente sin reparar si eso obliga a una emisión inflacionaria o no. Entonces cuando sube el costo de vida, la solución que la sociedad pretende es que alguien le aumente su sueldo o su subsidio. Con lo que se crea más inflación. Y el FMI apoya porque esa inflación licua el gasto, a la vez que licua el futuro y el bienestar de los argentinos, pero ¿a quién le importa?
Nadie se preocupa mucho por cómo se financia su necesidad y urgencia. Sólo le importa la satisfacción de lo que considera un derecho divino. No muy diferente a un discurso de un piquetero o equivalente, que siempre parece tener razón en lo que pide, que es en definitiva no trabajar y cobrar mensualmente una cifra a negociar. Una renta universal a la criolla. Tampoco muy diferente a los colgados en los countries, o a quienes se anotaron como falsos pobres para no pagar aumentos de tarifas eléctricas. La pretensión de que el Estado prácticamente regale el consumo de energía es la forma más clara de hipocresía de quienes luego protestan por la inflación, o se hacen los desentendidos cuando ven que otros precios suben, porque ellos están más preocupados por el precio de un celular y su correspondiente abono mensual que por su consumo eléctrico, que han decidido que no les corresponde pagar, quien sabe por qué privilegio papal. Por supuesto que puntualizar estos temas es aparecer como insensible. Con lo que el caso nacional, y seguramente en otros casos, no hay solución real a la vista, salvo más mentiras. O sea más inflación, más default, más estafas.
La hipocresía de la sociedad excede a la inflación. Tómese por caso la educación argentina. No sólo ha sido delegada en el trotskismo, con las consecuencias sabidas y descontadas, sino que los padres trompean a los maestros que no aprueban a sus hijos. Y aún en escuelas pagas los padres hacen valer el derecho de sus cuotas para que su hijo apruebe. Para luego quejarse amargamente por la paupérrima formación que sus vástagos reciben.
Imagínese por un instante lo que ocurriría si se eliminara el CBU y se reimplantase el examen de ingreso con cupos a la universidad, como ocurre en buena parte del mundo, inclusive en países que mandan a sus jóvenes a estudiar a la Argentina, sin costo alguno, sin ingreso y sin demasiadas molestias. El país del diploma fácil, podría decirse. También el país del 50 o 60% de inflación anual. Seguramente esa deseducación inútil y estéril es percibida como una conquista por muchos.
El otro nombre del robo
La inflación es el otro nombre del robo. Del robo compartido de la sociedad y de los políticos. Cuando se satura la carga impositiva, políticos, empresarios y sindicalistas amigos, prebendarios, acomodados, subsidiados, pilotos, contrabandistas, importadores de drogas, laboratorios con pauta, piqueteros, amantes, saturadores de la administración pública, del Congreso, de todas las ramas del Estado, de protegidos del gobierno en cargos inventados vergonzosos, de miles de Nachas Guevaras, pueden seguir enriqueciéndose gracias a la inflación. Y a la complicidad de la sociedad, muchas veces, que ha elegido ignorar que esa inflación es un acto de prestidigitación que tarde o temprano, se paga con pobreza y desempleo. Y lo paga ella misma en un todo.
Nada es ignorancia. Los bancos centrales de todo el mundo, que no tienen nada de independientes, otra hipócrita farsa, saben lo que hay que hacer y cuándo lo tienen que hacer. Simplemente están buscando argumentos y excusas para no hacerlo. Esa es la hipocresía mayor, en la que acompañan medios periodísticos líderes globales. Los argumentos de la Reserva Federal o del Banco Central Europeo, que sostienen que la inflación provocará la reducción del desempleo, son otra barbaridad técnica que nunca se demostró en la historia. Al contrario, al poco tiempo el empleo obtenido por vía de la inflación se cae, y reponerlo cuesta una mayor inflación cada vez. Cuando no stagflation. Nadie se anima a contradecirlos. Por ejemplo, el tratado de calentamiento, en estos momentos, aumenta y consolida exponencialmente esa inflación que pagarán los países más pobres. Lo mismo ocurre con el aumento en la rigidez salarial americana. Los países con sindicalismo más duro e inflexible serán los más perjudicados. Lo bueno es que no hará falta medio siglo para verlo.
En ese marco, los políticos (ayudando a Gramsci) han logrado que el término “estadista” suene como una ridiculez imposible y soñadora. Y una parte trascendente de la sociedad ha logrado convencerse y ser convencida de su incapacidad para defenderse y procurarse su propio sustento y bienestar, el sueño de los dictadores.
No es Cristina Kirchner, no es sólo Argentina. No es un estilo. Es el Estado complaciente bondadoso, complaciente y potencial dictador benigno y la gente que busca la protección feudal de ese Estado. En la medida en que hagan la misma cosa, en cualquier país, con cualquier excusa, se obtendrán los mismos resultados. Y serán malos. No es una opinión. La inflación es una consecuencia económica inexorable de promesas imposibles de cumplir y reclamadas por la masa, con efectos altamente nocivos también inexorables, aunque los políticos del mundo elijan creer que se trata de un tifón, de un meteorito o de algún otro fenómeno meteorológico.
Inflación. Hipocresía. Reseteo. Miseria. Es lo mismo.
(De www.laprensa.com.ar)
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3 comentarios:
El autor del artículo merece un rotundo aplauso. Es muy doloroso ponerlo blanco sobre negro, pero sí, la sociedad es tan culpable como la casta política, los sindicalistas, los activistas y los medios de comunicación de masas prostituidos.
Todo parece ser consecuencia de la mentalidad generalizada predominante en la sociedad. Cuando uno conversa con la gente, llega a la conclusión que el país funciona como debe funcionar: mal
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