La palabra "distribución", en economía, nos conduce a una imagen en la cual alguien, desde el Estado, le quita parte de la producción a un empresario y se la brinda a alguien que no trabaja, quedando por el camino algo para el distribuidor de bienes ajenos. En oposición a este proceso se tiene el intercambio entre dos individuos, consistente en bienes o servicios a cambio de dinero o de trabajo productivo. De ahí que la palabra "intercambio" se adapte mejor a la realidad de los mercados, si bien existe, por supuesto, una distribución de riqueza pero a través de dicho intercambio previo.
El liberalismo presupone que todo individuo es igualmente apto para la producción de bienes y servicios, proponiendo la economía de mercado para que pueda desarrollar su potencialidad productiva. Sin embargo, como en toda actividad humana, ya sea laboral, cultural, deportiva, artística, científica, o lo que sea, se advierte que aquella supuesta igualdad no se ajusta a la realidad apareciendo en cada actividad personas aptas, menos aptas, negligentes, hasta llegar a las ineptas. Estas aptitudes se refieren a una actividad determinada, pudiendo cambiar la calificación para otras tareas o actividades.
Algo menos optimista es la postura socialdemócrata, ya que presupone cierta desigualdad potencial para las actividades económicas y propone una redistribución, vía Estado, desde los más aptos o los menos aptos, y hasta los dominados por la vagancia extrema, para compensar las desigualdades que inevitablemente surgirán. El parásito social es una consecuencia promovida por esta tendencia, abarcando un porcentaje importante de la población. Cuando se habla de marginación social, debemos pensar en el parásito social creado por las ideas y decisiones de tipo socialista.
Mientras el liberalismo se parece un tanto al padre exigente que trata por todos los medios que sus hijos aprendan a ganarse la vida por sus propios medios, el socialdemócrata se parece un tanto a la madre sobre-protectora que cree que su actitud beneficiará a sus hijos, impidiendo que adquieran las habilidades y la fortaleza necesarias para abrirse camino en la ardua lucha por la vida.
Finalmente, el socialista presupone que los aptos para la producción son en realidad personas perversas y explotadoras de los más débiles, sosteniendo que sólo él, como dirigente socialista, está capacitado para dirigir la economía de la sociedad decidiendo qué y cómo producir y en qué cantidad. Mientras la madre sobre-protectora tiende a anular las aptitudes de supervivencia de sus hijos, el socialista las elimina casi definitivamente, advirtiéndose tal situación en todo socialismo real.
Para lograr sus objetivos orientados hacia el poder total y absoluto, sobre toda la población, el socialista realiza una previa campaña ideológica tergiversando tanto las ideas como los principios liberales, incluso tergiversando los resultados logrados en el pasado tanto por el socialismo como por el liberalismo. Carlos García Martínez escribió: “El fracaso de la economía colectivista ha sido inmensamente analizado por una masa enorme de publicistas y escritores, y toda esta bibliografía puede ser resumida diciendo que lo que ha fracasado en última instancia es la creencia de que sin incentivo personal, sin propiedad privada, sin posibilidad de estructurar un patrimonio familiar y transmitirlo a los descendientes, era posible estructurar un orden económico basado puramente en el altruismo y que fuese al mismo tiempo capaz de mostrar una elevadísima y creciente productividad y capacidad creadora”.
“La economía de mercado, teóricamente fundada en premisas menos utópicas que las economías estatales, ha resultado en la práctica de una potencialidad productiva inmensamente superior a cualquier sistema dominado abrumadoramente por la burocracia gubernamental”.
“El instinto de ganancia, propiedad y herencia, precisamente por su carácter de fuerza elemental de la naturaleza, ha demostrado una fuerza formidable e inagotable, como todo instinto natural, en el proceso de la creación y la distribución de riqueza económica; y en la dinámica de su misma existencia ha permitido la estructuración de sistemas productivos extraordinariamente complejos, dotados de una inmensa racionalidad como exigencia permanente para el éxito competitivo” (De “El despertar de la conciencia competitiva”-Grupo Editor Latinoamericano SRL-Buenos Aires 1997).
A pesar de los evidentes fracasos y de las catástrofes sociales provocadas por el socialismo, especialmente en la URSS de Lenin y Stalin, y en la China de Mao-Tse-Tung, se sigue predicando en contra de la economía capitalista, o economía de mercado. Desde la Iglesia Católica, una de las detractoras de la economía de mercado, se combate tanto el lucro, la libertad de intercambios (previo a la distribución económica) y a la propiedad privada como principio absoluto. Justo Laguna escribió: “Al analizar los rasgos que definen el capitalismo liberal el Papa Pablo VI puntualiza tres puntos: primero, el lucro como motor esencial de la economía; segundo, la libre concurrencia como ley suprema y, tercero, la producción como valor absoluto e intocable. En estos tres puntos basa su crítica”.
“El Papa se atreve a decir claramente –y esto molestó a muchos liberales- que el desarrollo de los pueblos ricos no es independiente de la miseria de los pueblos pobres” (De “El Ser social. El Ser moral y el Misterio”-Tiempo de Ideas-Buenos Aires 1993).
En cuanto al lucro, quienes lo critican como un objetivo económico, sugieren que toda acción productiva debe contemplar sólo el beneficio de la sociedad y no de quien la produjo. En lugar de buscar el beneficio simultáneo de ambas partes, en todo intercambio, el altruismo implicaría perjudicarse uno en beneficio de los demás. Interpretan los Evangelios como si Cristo hubiese dicho: “Amarás al prójimo, pero no a ti mismo”. Por el contrario, al decir: “Amarás al prójimo como a ti mismo”, da la idea de igualdad de beneficios. Si bien tal mandamiento se refiere a posturas éticas y emocionales, debido a que la actitud o predisposición individual es similar en todo vínculo social, se ha de trasladar también a los intercambios económicos.
La indicación de Pablo VI de que la riqueza de los países ricos se debe al perjuicio ocasionado a los países pobres, es una insinuación de tipo marxista para justificar la lucha armada, como ocurrió en los años 70, y para, adicionalmente, negar las virtudes de la economía capitalista. La pobre productividad de los países subdesarrollados se debe principalmente a la ausencia de empresarios y de mercados competitivos, tanto como a la existencia de enormes burocracias estatales, por lo que deberíamos tratar de subsanar nuestros defectos antes de culpar a otros países.
Los marxistas critican al capitalismo porque “produce enormes monopolios”. También el liberalismo busca eliminarlos, ya que impiden la formación de mercados competitivos. Pero para ello deberían surgir competidores, algo impensado en poblaciones en que los empresarios son mal vistos y la mayoría de la población aspira a lograr un empleo público.
El marxista intenta solucionar el problema de los monopolios creando un monopolio estatal mucho mayor: la economía socialista planificada. Algo absurdo. Por el contrario, la competencia entre empresas apunta a la solución. Tampoco el marxista acepta la competencia, por lo que prefiere el monopolio (consecuencia necesaria de la ausencia de competencia). De ahí que no puede llegarse a ningún acuerdo con el marxista, ya que se trata de una postura incoherente.
Mientras que el nivel de sueldos de todo empleado depende directamente del capital per capita acumulado en una nación, el marxista se opone a toda forma de acumulación. También se opone a toda forma de publicidad comercial, por lo que el consumidor debería perder valioso tiempo recorriendo toda la ciudad en que vive para averiguar dónde puede adquirir algo que necesita. Tanto el marxista como la Iglesia consideran como causantes de la miseria existente, no a los que no producen, sino a los que producen; algo inconcebible.
El racismo, que implica asociar a un individuo las características, reales o imaginarias, asociadas a su grupo étnico, conduce tarde o temprano a alguna forma de discriminación. También el clasismo, promovido por el marxismo, produce efectos similares, ya que asocia a todo individuo las características supuestas de la “clase social” a la que pertenece. De ahí que, si se intercambian las palabras “raza” por “clase social”, todo mensaje nazi se convierte en uno marxista, y viceversa. Es propio de la actitud socialista la normal y permanente discriminación social o de clase, por la cual se aduce que todo empresario o todo burgués es culpable de los males de la sociedad hasta que demuestre lo contrario, siendo actualmente la única forma discriminatoria aceptada por la sociedad.
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1 comentario:
A Pablo VI debemos situarlo en el contexto del Vaticano II, un concilio que supuso en realidad la aproximación de la Iglesia al Bloque del Este. En los años sesenta creían muchos que la victoria final en la Guerra Fría caería del lado marxista y tomaron posiciones en consecuencia.
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