Es posible encontrar dos posturas extremas en el caso de la denominada “democracia”. En un caso se advierte la actitud por la cual se supone que el sistema democrático debe adaptarse al mayoritario hombre-masa. En oposición a esta postura se encuentra la actitud de quienes proponen que sea el hombre-masa quién se adapte al sistema democrático liberal y supere su condición poco o nada ideal.
La democracia liberal resulta ser un sistema autorregulado similar al de la economía de mercado. Mientras que en el mercado compiten empresas y consumidores, eligiendo cada consumidor los productos que le parecen mejores, y rechazando los demás, en un proceso eleccionario compiten partidos políticos y votantes, quienes eligen los mejores candidatos (según su creencia), rechazando al resto. Estos sistemas sólo funcionan aceptablemente cuando no se los distorsiona con falsa información (por parte de empresarios y partidos políticos) ni tampoco cuando el fanatismo del hombre-masa apoya ciegamente lo que lo perjudica, ya que acepta como verdadera la información falsa. Generalmente tal actitud se establece en el ámbito de la política antes que en la economía.
Desde un punto de vista cognitivo, tendemos a adoptar un punto de referencia para validar toda información recibida, que se ha de traducir en un conocimiento o en una creencia. Las posibles referencias serán las siguientes:
a- Se adopta la realidad como referencia
b- Se adopta la propia opinión previa
c- Se adopta la opinión de otra persona
d- Se adopta como referencia lo que la mayoría opina o cree
El hombre-masa, desde este punto de vista, es el que adopta como referencia lo que la mayoría opina o cree, y, frecuentemente, también adopta la opinión de otra persona, como puede ser la de un líder político.
Se advierte que la condición ideal es la del hombre libre que elige como referencia a la propia realidad con sus leyes naturales invariantes. Giovanni Sartori escribió. “Cabe destacar que es correcto decir «opinión». Opinión es doxa, no es epistème, no es saber y ciencia; es simplemente un «parecer», una opinión subjetiva para la cual no se requiere una prueba. Las matemáticas, por ejemplo, no son una opinión. Y si lo analizamos a la inversa, una opinión no es una verdad matemática. Del mismo modo, las opiniones son convicciones frágiles y variables. Si se convierten en convicciones profundas y fuertemente enraizadas, entonces debemos llamarlas creencias (y el problema cambia)” (De “Homo videns”-Taurus-Madrid 1998).
Algunos autores advierten que el sistema democrático se establece como “un juego de tres”: gobierno, ideólogo e individuo. Cuando todos tratan de adoptar la realidad como referencia, se tiene el mejor sistema; cuando la mayoría adopta una, o algunas, de las otras referencias mencionadas, se llega a la democracia de masas, que es una distorsión de la democracia liberal.
El “juego de tres” surge luego de la finalización de la Edad Media, época en que había cierta unanimidad de creencias, aunque no precisamente apoyadas en la estricta realidad, ni tampoco existía un sistema democrático similar al imperante en muchos países actualmente. Élisabeth Badinter escribió: “En la década de 1760, el prestigio de los filósofos está en su apogeo. La voluntad de imponer sus opiniones –libido dominandi- nunca ha sido mayor. Como ya lograron marginar a sus enemigos irreductibles, todos creen que constituyen un partido único que dicta su propia ley a la opinión ávida de modernidad”.
“Gracias a este nuevo actor, el estatuto de los hombres de letras ha cambiado radicalmente. Se han convertido en una fuerza que es preciso tener en cuenta o, cuando menos, hacer como si se la tuviera en cuenta. El anhelo de Voltaire parece estar a punto de realizarse. Los filósofos habrán de gobernar el mundo porque gobiernan la opinión. Pero, en el espíritu del patriarca, la partida se juega de a tres: el filósofo, la opinión pública y el soberano. Aun cuando este último no sea mencionado, siempre es el primer detentador del poder, por no decir el único legítimo”.
“El abate Morellet no se equivoca cuando le recuerda a Beccaria que los filósofos –ya sea Voltaire o Rousseau- no tienen poder alguno sobre el soberano. Hay que actuar primero sobre la opinión pública, pues es la única capaz de imponerle algo al príncipe. Ahora bien, este último cambia las reglas del juego, pues se dirige directamente al filósofo. En vez de someterse a los deseos de la opinión, ¿no es más simple y más seguro, para él, declararse conquistado por las ideas nuevas y aspirar al título de «rey filósofo»? Así podrán prescindir de la opinión del público. Y, a tal fin, el soberano le hace creer al filósofo que invierte los roles tradicionales: es él quien corteja ahora al hombre de letras, y quien, en cierto modo, le pide protección bajo la forma de una caución moral e ideológica” (De “Las pasiones intelectuales”-Fondo de Cultura Económica de Argentina SA-Buenos Aires 2016).
Cuando las sociedades entran en decadencia, surgen propuestas políticas y económicas como exclusivas soluciones de todos los males de la sociedad. Por lo general se ignora la ética individual y su debilitamiento, que es la primera y más importante causante de crisis y decadencia. Las ciencias sociales auténticas deben reunir dos condiciones prioritarias: basarse en conocimientos comprobados y luego incorporar los conocimientos comprobados, o verificados, de las otras ramas de la ciencia social. Tanto la política como la economía, sin una previa base ética generalizada, poco efectivas habrán de ser, si bien existen sistemas políticos y económicos mejores que otros.
Los promotores de la democracia de masas consideran como legítimo a todo gobierno surgido del voto popular, sin apenas tener en cuenta cierta legitimidad de la gestión en la administración del Estado. En una democracia auténtica, se considera legítimo el gobierno que cumple con ambos requisitos de legitimidad.
El caso extremo se advierte en los sectores socialistas que utilizan un disfraz democrático para, luego, una vez en el poder, abolir la democracia totalmente. Ya sea mediante el engaño, o mediante un previo lavado de cerebro, el sector socialista radicalizado tiene como objetivo reducir el nivel de vida de la población hasta llegar el extremo de que todo habitante dependa por entero del Estado para poder comer y subsistir. En ese caso, el gobernante socialista puede exigir a su antojo la obediencia de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad.
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1 comentario:
Al fanatismo del hombre masa, a su cortedad de miras, ayuda mucho una educación altamente intervenida desde el punto de vista general y especialmente ideológico, y también la falta de una real competencia y libertad dentro de los medios de comunicación, cada vez más dependientes del dinero que pueda proporcionarles el Estado.
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