Existe una burocracia estatal que podría denominarse “normal” cuando tiene la finalidad de combatir la corrupción asociada a una población en estado de crisis moral. Por otra parte, podría denominarse “burocracia destructiva” la que excede a la normal para constituirse en una causa importante de derroche de recursos económicos a la vez que su función real implica poner trabas de todo tipo al sector productivo, actuando como un verdadero cáncer social.
El crecimiento excesivo de puestos de trabajo estatales improductivos proviene por lo general de un sistema socialdemócrata (liberal en política, totalitario en economía) que considera que el Estado debe proveer de un “trabajo digno” a quienes no lo tienen. Y los políticos irresponsables otorgan miles de puestos de trabajo estatales cuya mayor exigencia es cumplir horarios y poner todo tipo de trabas a quienes pretendan producir alguna forma de riqueza.
Como la burocracia estatal está constituida principalmente por individuos asociados a un partido político, se sienten parte del gobierno de turno que, si muestra síntomas de soberbia y prepotencia, tal actitud será imitada por el burócrata ejerciéndola contra el ciudadano común. Quien protesta por los excesos cometidos, se arriesga a sufrir alguna forma de venganza o persecución que le impedirá lograr finalizar algún trámite urgente o necesario.
La seguridad laboral del empleado público lo estimula a hacer lo que le viene en ganas con el tiempo y la paciencia del desafortunado ciudadano común, poniendo en evidencia que el burócrata supone que tal ciudadano es quien debe estar al servicio del Estado y no el Estado en beneficio del ciudadano.
Puede decirse que una de las principales “fuentes de trabajo” en los países socialistas ha sido la burocracia destructiva. Tal es así, que algunos años después de la caída de la URSS, se mantenía gran parte de la misma. Al respecto, Héctor Muñoz, sacerdote argentino, relata una experiencia que le tocó sufrir en Rusia en la década de los 90: “A la semana de mi aterrizaje en Moscú, me llegó una valija con libros y revistas que había despachado desde Buenos Aires como «equipaje no-acompañado». Fui al aeropuerto a retirarla, con Galina Kolpakoba, una buena amiga de la comunidad. La necesitaba para que me sacara de apuros con el idioma”.
“Antes de partir al aeropuerto preguntó por teléfono el lugar exacto a donde debíamos concurrir. ¡Allí fuimos! Apenas llegamos a la oficina «Cargas», de Aeroflot, nos indicaron que teníamos que ir a otro lugar…¡a sólo 500 metros de allí! Y comenzó la odisea…En un largo pasillo, en una ventanilla vieron mi Pasaporte, hicieron un papel por triplicado, a mano, pusieron tres sellitos y una firma, mostrándome otra ventanilla, a sólo tres metros de la primera, para que fuera allí”.
“Cuando Galina vino conmigo, un fuerte ¡Niet!, la frenó: sólo yo podía ir. Le explica que no sé el idioma, que no comprendería lo que me indican, etc., etc. Entonces accedió a permitirme compañía. Toma su documento y vuelve a repetir el papelito por triplicado que me hizo a mí, con los debidos sellitos y firma. Vamos los dos a un galpón”.
“En «mesa de entradas», entregamos nuestros pasaportes, y se vuelve a realizar…¡por triplicado!, un nuevo papel al que se añade una firma. Y la empleada nos dice que debemos ir a pagar una tasa de tres dólares… ¡al primer edificio desde donde partimos, a 500 metros de distancia! No nos explicamos por qué en este periplo no ordenaban los pasos a dar, de modo que no tuviéramos que desandar camino. Regresamos y pagamos. Ahora tendríamos que volver al galpón 500 metros más adelante. Lo hicimos, con ciega obediencia (aunque mi interior bullía)”.
“En otra ventanilla, observaron cuidadosamente las etapas cumplidas y me dijeron que por una puerta traerían la valija, para proceder a revisarla en la Aduana. Mientras Galina hacía cola en el lugar de la definitiva revisión, yo esperé…¡dos horas! la valija en la mencionada puerta”.
“Finalmente llegó y me dirigí a los aduaneros. Había tres funcionarios uniformados en una mesa y, delante, no tres filas o una que después se distribuyese entre los aduaneros, sino una multitud que gritaba y agitaba sus papeles y documentos en la mano, sin que nadie pusiera un poco de orden en ese caos”.
“Materialmente, dos grandotes que estaban a mis espaldas me pasaron por encima y se pusieron delante de mí. No me quedó más remedio que protestar, en mi ruso básico de cocina, diciendo: -Iá, adín…, ¡Yo, uno…!, Vi, dvá, ¡Usted, dos!, dado que no sabía decir: -Yo estaba primero…Usted estaba en segundo lugar…”.
“Finalmente, llegamos a donde debíamos llegar: a la revisión de mi valija. Una vez abierta, el aduanero toma un libro y lo sostiene con dos dedos, preguntándome: «¿Qué es esto?» Yo miro el título y le digo a Galina, para que traduzca: «Los documentos del Concilio Vaticano II». Deja ese libro, toma otro y repite la pregunta: «¿Qué es esto?» Miro el título y digo: «El sacramento del Bautismo». Al quinto libro y con preguntas idénticas y las debidas respuestas, digo a Galina: «Te ruego vayas repitiendo lo que yo te digo». Y comencé: «Este libro trata de las relaciones a nivel inconsciente entre el Ego incomunicable y el Yo-colectivo, con motivaciones intra-causales entre el Nosotros-individual y el Yo-comunitario». Y me detuve, exhausto ante tales incongruencias”.
“El aduanero me miró, con los ojos bien abiertos. Me dijo que esperara un momento y… ¡envió otro aduanero! Este tomó con dos dedos un libro y comenzó a preguntar: «¿Qué es esto?» Yo tenía ganas de gritar, de abandonar la valija con todos los libros, de regalarlos al primero que encontrara, de renegar de mi viaje. Contesté con mi mejor cara…A la tercera pregunta, cerró la valija y pudimos partir. ¿Inspiraría o no a Kafka para un críptico cuentito?”.
“Regresamos a casa a las 20:30 horas. Habíamos partido a las 8:30 de la mañana. Fue un pequeño ejercicio de paciencia y ambientación… ¿No les parece?” (De “Un peregrino en Rusia”-Editorial San Benito-Buenos Aires 2005).
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