martes, 9 de junio de 2020

Israel y sus vecinos

El conflicto árabe-israelí es representativo de los conflictos existentes entre sectores que adoptan como referencia ideologías diferentes (en este caso religiosas), que resultan incompatibles entre sí y, a veces, poco vinculadas con las leyes naturales que rigen las conductas individuales. En cada uno de los sectores hay grupos intransigentes (que favorecen el conflicto) y grupos pacifistas (que buscan la paz).

Existen dos formas extremas para alcanzar la paz: la paz romana, inestable, que surge de la presión de un poder militar que predomina sobre los pueblos conquistados, por una parte, y la paz cristiana, estable, que surge de la libertad individual conquistada a través de la actitud o predisposición generalizada de quienes buscan la cooperación social.

La paz árabe-israelí resulta altamente inestable, ya que los episodios violentos resurgen a cada tanto; por lo que, en algunas épocas, se asemeja a la paz romana, aunque la paz estable, o definitiva, todavía no se vislumbra.

A continuación se transcribe un artículo acerca de este complejo conflicto:

PROFETAS DE PAZ, PROFETAS DE GUERRA

Por Enrique Krauze

"Escucha y atestigua contra la casa de Israel", dijo Dios a Amós. Tal vez ningún pueblo ha dado al mundo profetas más implacables contra sus propios errores, contra sus propios pecados, como el pueblo judío. En 1980 publicamos en la revista Vuelta el testamento estremecedor de un moderno Amós. Era una carta abierta al primer ministro Begin, titulada "La patria peligra" y escrita por el eminente historiador israelí Jacob Talmon semanas antes de morir.

La política de asentamientos y la ocupación de los territorios palestinos de Cisjordania y Gaza -sostenía Talmon- constituían "un error fatal": «El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil diferente de nosotros en lo que se refiere al idioma, la historia, la economía, la cultura, la religión, la conciencia y las aspiraciones nacionales, es una tentativa de revivir el feudalismo...La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social, es una bomba de tiempo».

De sus estudios sobre el nacionalismo europeo, Talmon extraía lecciones claras: la anexión de territorios y la confiscación de tierras, lejos de contribuir a la seguridad interna de Israel, la socavarían por entero; la "autonomía administrativa" propuesta para los territorios era tan ilusoria como la que a principios del siglo XX privaba en los dominios del Imperio austrohúngaro: un orden artificial que estalló en pedazos y condujo a la Primera Guerra Mundial.

Ningún conflicto «tan complicado y teñido de emoción, irracionalidad, temores y sentimiento de venganza» se había resuelto en la historia sin el consejo, la mediación y hasta la participación directa de las potencias de su tiempo; pero la familia internacional se mostraba reacia a intervenir constructivamente, e Israel -que en su momento había contado con la comprensión de muchas naciones- se volvía cada vez más un país aislado.

Más ominoso aún que esos problemas era el resurgimiento de una variante muy peligrosa del viejo mesianismo judío, que había interpretado la victoria de la guerra de los Seis Días de 1967 como una especie de compensación metahistórica de la tragedia del exterminio nazi. Muchos colonos de los asentamientos, como la secta mesiánica de Gush Emunim, lo creían así y reclamaban derechos, no sólo históricos, sino místicos, sobre las tierras bíblicas en la franja occidental. «Nada hay más despreciable ni dañino que usar sanciones religiosas en un conflicto entre naciones», advertía Talmon, coincidiendo con Gershom Scholem, la mayor autoridad del siglo XX en el misticismo judío.

Esta mezcla maligna de la esfera religiosa y la esfera política corría el riesgo de «provocar en los musulmanes una nueva yihad», y desvirtuaba por completo el sentido espiritual de Israel y el legado moral del pueblo judío. A los sionistas originales -recordaba Talmon, con lo que aportaba un dato esencial que a menudo se olvida, se desconoce o se distorsiona- no los inspiraba expectativas religiosas, sino un proyecto socialista de liberación nacional, la búsqueda de un espacio digno para un pueblo paria e inerme, perseguido durante dos milenios.

A diferencia de aquellos primeros colonos provenientes de Rusia o de Europa del Este -que habían llegado a la tierra de sus remotos antepasados a sembrar y arar, a erigir una sociedad justa e igualitaria en convivencia pacífica con los árabes-, los nuevos colonos, protegidos por tanques y helicópteros, venían a subyugar, a dominar.

Tolman no vivió para ver cumplidas sus profecías. En la implacable dialéctica de la historia, la ocupación y los asentamientos exacerbaron vertiginosamente la conciencia nacional palestina. A partir de la Primera Intifada (1989) se dio una esperanzadora sucesión de momentos plásticos en los que la historia parecía dúctil (las conferencias de Madrid, Oslo y la Casa Blanca), pero la situación se deterioró hasta desembocar en el infierno actual. Aunque las razones de ese deterioro son muy complejas, treinta y cinco años después de la guerra de los Seis Días puede afirmarse, con total certeza, que una parte -sólo una parte- de la responsabilidad en el fracaso es atribuible a los gobiernos de Israel. Aquel profeta, como Amós, tenía razón.

En Israel -país democrático dotado de una prensa libre y un poder judicial independiente- nunca han faltado, aun en estos tiempos atroces, personas y corrientes políticas críticas, liberales y seculares que piensan como Tolman y buscan, a toda costa, la paz y la seguridad a cambio de la total retirada de los territorios ocupados (David ben Gurion la propuso, de hecho, en 1967), el desmantelamiento de los asentamientos y el apoyo a la creación del Estado palestino, e incluso -cosa inimaginable hace unos años- la división de Jerusalén para convertirla en la capital de ambos pueblos.

Ésa fue, en esencia, la postura del laborismo de Rabin y Peres, la que dominó en las conferencias de Madrid de 1991 y de la Casa Blanca en 1993 (dónde, a partir de los principios de Oslo, se creó la Autoridad Nacional Palestina). Ése fue, sobre todo, el espíritu que Ehud Barak llevó a Campo David, y la propuesta que los representantes de ambos bandos estuvieron a punto de consolidar en las negociaciones de Taba, Egipto, en el año 2001. (En ellas se había pactado la devolución del 96 por ciento de los territorios ocupados).

¿Por qué fracasaron todos esos intentos? En lo sustancial, por obra y gracia de Yasser Arafat. Fue Arafat quien inexplicablemente frustró esta solución política, que habría llevado al establecimiento inmediato del Estado palestino. Fue él quien -en otro giro cruel de la dialéctica histórica- provocaría la caída estrepitosa del laborismo y prepararía el ascenso de su enemigo histórico, el general Sharon. Esta decisión de Arafat evitó que lo rebasara su ala radical, pero implicó necesariamente la apuesta definitiva por el terrorismo martirológico de su propio pueblo. Ésa es la otra gran parte de la verdad. Por desgracia, no hay profetas palestinos ni árabes que (viviendo en esos países) la admitan, critiquen ni condenen.

Tampoco parece haber profetas árabes que señalen la responsabilidad histórica de sus autocráticos gobiernos en la tragedia actual. A menos de que se objete, a estas alturas, el derecho de Israel a existir (derecho que Egipto y Jordania aceptaron hace tiempo, y que ahora los otros países árabes han comenzado a considerar), esa responsabilidad es mayúscula. Desde un principio, en 1948, Jordania, Egipto, Siria, Líbano, Irak y Arabia Saudí rechazaron la resolución 181 de la ONU que ordenaba el establecimiento de dos Estados, uno judío y otro palestino. Su propósito declarado era «echar los judíos al mar», y no el de apoyar a sus hermanos palestinos.

Los territorios que ahora son el motivo de la querella (Gaza y Cisjordania, incluida Jerusalén) permanecieron en manos egipcias y jordanas durante diecinueve años -mientras cientos de miles de palestinos se hacinaban en campos de refugiados- sin que a esos gobiernos se les hubiese ocurrido jamás establecer en ellos el Estado palestino. En cincuenta y cuatro años de existencia, Israel ha vivido como un país sitiado, sin fronteras seguras (caso único en el mundo), ha librado cinco guerras, soportado amenazas nucleares de la antigua Unión Soviética y misiles de Irak.

Cuando Anwar al-Sadat se atrevió a negociar la paz con Israel, lo consiguió: a cambio de las fronteras seguras y definidas, Israel retiró sus asentamientos y devolvió la península del Sinaí. El orden logrado por Sadat ha perdurado hasta ahora, pero su ejemplo de realismo político parece cada día más remoto. Murió asesinado por fanáticos poseídos de una fe incendiaria e irreductible que todas las pasiones nacionalistas juntas: el fundamentalismo islámico, que, después de siglos de rumiar agravios en la penumbra, volvería al escenario mndial (primero con Jomeini, ahora con Al Qaeda y otras organizaciones) ondeando la bandera de la guerra santa contra Occidente.

En medio de la dantesca confrontación de nuestros días, suenan en Israel nuevas voces proféticas como las reunidas alrededor del diario Ha'aretz (ejemplo de objetividad a contracorriente): el periodista Gedeon Levy, que pedía una respuesta pacífica, casi gandhiana, a su propio pueblo; o el escritor Amos Oz, que condena la operación militar ordenada por Sharon igual que el terrorismo suicida auspiciado por Arafat.

Pero del lado árabe se escuchan pocas voces similares. (Una excepción es el escritor Sari Nusseibeh). Por desgracia, las voces que predominan son otras, muy distintas, voces que recuerdan el mensaje sangriento del profeta fundador: «Quien no busque el martirio en estos días debe despertar en mitad de la noche y preguntarse: ¡Dios mío! ¿por qué me has despojado de la posibilidad del martirio en tu nombre? El mártir vive cerca de Alá...¡Alá, acepta a los mártires en tus altos cielos, muestra a los judíos un oscuro día, aniquílalos, eleva la bandera de la yihad en toda esta tierra!» (sermón del imán Sheij Ibrahim Madhi en la mezquita Sheij'Ijlin de Gaza, transmitido de directo por la televisión de la Autoridad Palestina el 12 de abril de 2002).

¿Y dónde están, a todo esto, los profetas seculares, los intelectuales europeos, los herederos de Sartre, Camus, Aron, Orwell, Bertrand Russell y Ortega y Gasset? Casi todos reprueban, con razón plena, la ofensiva de Sharon. Pero esos mismos escritores han mostrado menos sensibilidad hacia los ataques suicidas contra civiles indefensos, de todas las edades, en los cafés, autobuses, mercados y calles de Israel. Esas escenas de terrorismo no alcanzan las primeras planas de los periódicos, al contrario que las fotografías de Ramallah.

La estrategia militar de Sharon (a mi juicio inadmisible y contraproducente) no es equiparable a los genocidios cometidos por los serbios contra la población musulmana de Bosnia, donde murieron cientos de miles de personas. No obstante, las palabras terribles se usan con ligereza y mala fe: «genocidio», «limpieza étnica». Según el autor británico Ian Buruma, hay una evidente doble moral en la postura de Europa ante el conflicto, y su raíz está en el miedo y la culpa. Miedo de verse involucrada en una situación que recuerde su propio pasado colonial, y oportunidad de liberarse de esa culpa deslindándose del nuevo «eje del mal».

Buruma podía haber agregado tres datos más: la demografía (el peso de los veinte millones de musulmanes europeos), la dependencia del petróleo árabe y el nuevo antisemitismo. Europa, que a través de los siglos discriminó, expulsó y, en no pocas ocasiones, masacró a sus judíos (a millones de ellos), tiene el deber de equilibrar y ponderar, con responsabilidad histórica y altura moral, sus posturas ante el conflicto.

Hay un país europeo que podría modificar levemente su postura, no para variar su rechazo a Sharon, pero sí para señalar con claridad la responsabilidad de Arafat. España, que sufre agudamente el azote terrorista y que fue el escenario histórico de la convergencia espiritual entre árabes y judíos. España, a la que los niños árabes recuerdan como el idílico Al-Ándalus y los niños judíos estudian en sus escuelas como la «Era dorada de Sefarad». España, la de Averroes y Maimónides, la de Ibn Jazim de Córdoba y Yehuda Haleví, podría desempeñar, como lo ha hecho ya alguna vez, un papel central en una reconciliación histórica que ahora se ve imposible. Pero para atenuar los odios teológicos se requieren profetas de paz, no de guerra. Escuchas que alcen la voz contra los errores de ambas partes. Testigos de la verdad, no de la propaganda.

(De "Travesía liberal"-Tusquets Editores SA-Buenos Aires 2004)

1 comentario:

agente t dijo...

Todos los países musulmanes que rodean a Israel o que forman parte junto a él de la región de Oriente Medio (incluidos Egipto y Jordania que lo reconocen como Estado), son, quizá con la excepción parcial de Turquía, una realidad primitiva de señores y vasallos en la que unos mandan sin límite y el resto descarga forzosamente la responsabilidad de su vida en los primeros. Como resultado tenemos unas sociedades que, además de opresivas, son obsoletas e ineficientes y a las que sus dirigentes ofrecen oportunamente como espitas para aliviar un resentimiento en buena medida inducido, pero en su totalidad hábilmente enfocado, el antisionismo y, más recientemente, el antimodernismo.