Por lo general, está mal visto por la sociedad, y penado por la ley, todo tipo de discriminación entre seres humanos, ya sea por cuestiones étnicas, religiosas, sexuales, sociales u económicas, existiendo una excepción: la "burguesía", a la que se la identifica con el sector productivo. Se la puede difamar tranquilamente hasta el extremo de admitir el asesinato de uno de sus miembros como si se hubiese matado a una hormiga o a una cucaracha. Tal es así que no existe en la Argentina listas, ni homenajes, ni indemnización alguna para los familiares de los más de mil "burgueses", y gente común, asesinados por la guerrilla marxista en los años 70. Incluso se ha liberado de culpa al sector ejecutor de tales asesinatos, como también de secuestros extorsivos y atentados terroristas a lo largo y a lo ancho del país.
Los totalitarismos han necesitado siempre de un enemigo, real o imaginario, sobre quien descargar el odio que motiva el accionar de sus promotores. De la misma manera en que los nazis discriminaron racialmente, y asesinaros a millones de víctimas inocentes, los comunistas lo hicieron con la clase social "incorrecta". En ambos casos se suponía que el mal que portaban sus enemigos, era hereditario, por lo cual creyeron oportuno eliminar incluso a sus descendientes.
A continuación se menciona un escrito en el cual se describe tal tipo de discriminación en épocas de la China maoísta:
IMÁGENES ROTAS
Por Simon Leys
La cuestión de los orígenes sociales, la necesidad de ser de "buena familia", es decir hijo de obrero, de campesino pobre o medianamente pobre, de soldado -o de cuadro influyente del Partido, que en fin de cuentas es más ventajoso- juega en China Popular un papel preponderante. Sólo en el terreno de las ciencias e industrias estratégicas (física nuclear, aeronáutica, etc.) se han permitido excepciones a la regla y los talentos de origen sospechoso pueden hacer carrera libremente. En todos los demás sectores, es prácticamente imposible para un individuo marcado por el "mal origen social" el acceso a una posición proporcionada a sus aptitudes, por dotado que esté para cualquier actividad.
La ciega aplicación de esta regla ha ocasionado un increíble desperdicio de talentos, y llevó a la República Popular a alienar la buena voluntad de una enorme cohorte de especialistas formados en el extranjero en las más variadas disciplinas, que sólo pedían volver a China para poner sus conocimientos al servicio de su patria. Y sin embargo, Dios sabe hasta qué punto esos conocimientos habrían podido ser útiles y provechosos.
Para no citar sino un ejemplo entre mil: uno de mis antiguos colegas que, educado en Inglaterra desde la edad de quince años hizo luego estudios universitarios y alcanzó el doctorado en filosofía, volvió a instalarse en China Popular. Sabía que sus diplomas de filosofía serían poco útiles allí, pero estimaba, con cierto buen sentido, que sus conocimientos del idioma inglés, que manejaba como una segunda lengua materna, le permitirían por lo menos ser útil ya como traductor, ya como intérprete, ya como profesor. (China tiene una aguda necesidad de lingüistas calificados, sobre todo en inglés, y se esfuerza por todos los medios en formar el mayor número posible). Desdichadamente, sus orígenes sociales eran "malos"; después de siete años, se le empleó como camionero en Sinkiang.
El drama de este "pecado original" es su carácter imborrable. Usted puede muy bien haber nacido después de la Liberación, en una familia burguesa despojada ya de todos sus privilegios; pero cualquiera sea su grado de lealtad al régimen, no dejará por ello de ser un burgués y de transmitir a sus descendientes esa tara infamante. En ese punto, esa noción, que ha perdido ya toda base económica o incluso ideológica, está fundada solamente en la herencia.
Ciertas categorías de individuos están muy expuestas; sobre todo los antiguos profesionales intelectuales y liberales, como los profesores y los médicos. Los médicos formados antes de la Liberación son particularmente vulnerables. En la época del Kuomintang estaban efectivamente todos obligados, al término de sus estudios, a servir cierto tiempo en el ejército, con grado de oficiales: por ese hecho cada uno tiene confeccionado un expediente donde consta ese episodio contrarrevolucionario de su carrera, que vuelve a ser revisado a cada brote periódico de fiebre depuradora.
Como tanto en el caso de los médicos como el de los profesores, se trata de carreras en las que el sentido del deber y la consagración a la comunidad no son a pesar de todo tan raras, las extremas molestias a que fueron sometidos muchos de ellos durante la "Revolución Cultural" despertaron con frecuencia la repulsa de la multitud. El espectáculo de esos hombres conocidos y respetados por todos, ridiculizados por carteles y sombreros infamantes o grotescos, obligados a ponerse en cuatro patas para lamer su alimento de una escudilla posada en el suelo, bajo la mirada de los transeúntes, era particularmente insoportable.
Como corolario de las aflicciones que se infligen a todos los elementos socialmente impuros, independientemente de la buena voluntad que hayan demostrado, los "bien nacidos" tienen derecho a todas las injusticias. Como siempre, los retoños de la "nueva clase" son los más insoportables. Su insolencia y su arrogancia no tienen límite, y por sí solos han logrado transformar en purgatorio la vida de los docentes: actualmente no existe en China una ocupación más ingrata, y maldita que la de profesor.
Alguien que hizo varios años de interinato en diversas escuelas de Kwangehow, describe esa experiencia como un verdadero calvario. Cuánto más impecable es el pedigree del alumno, menos atención presta a lo que se intenta enseñarle. Seguros de su impunidad, se burlan del profesor, que por cierto no osa reprenderlos por miedo a represalias; quien tratase de imponer su autoridad se vería inmediatamente acusado de "poner trabas a la espontaneidad de las masas revolucionarias".
En cuanto pierden pie en su trabajo escolar, denuncian al profesor por "mandarinismo esotérico"; por otra parte, cuando las notas de examen de esa bella juventud son demasiado mediocres, el desdichado profesor se ve reprendido por el director de la escuela: "¿Qué le ocurre por perseguir así a hijos de obreros? A causa de su educación burguesa, usted se cree autorizado para...", etc. Durante cierto tiempo, el docente referido se impuso benévolamente hacer horas suplementarias, yendo a buscar a los pequeños bandidos a sus domicilios, haciéndoles repasar para mantenerlos a flote o hacerlos progresar a pesar de todo. Al fin de cuentas, tuvo que rendirse al consejo cínico y sabio que le había dado un colega de más experiencia: "Para terminar con los problemas, haga lo más simple: eleve automáticamente las notas de todos los alumnos de 'buena familia'".
En opinión de los dirigentes, la eliminación metódica y total de la burguesía se justifica por la necesidad de consolidar la autoridad de la "nueva clase" y prevenir todo peligro de restauración de la vieja sociedad. Lo patético de esta empresa es que el fantasma de una burguesía desaparecida constituye para el régimen un adversario mucho más temible todavía, y amenaza, si hay que creer en los primeros y seguros síntomas que se manifiestan ya en el terreno de las letras, de las artes, de la cultura y del gusto, con permanecer finalmente como sardónico dueño del campo de batalla.
Es pueril creer que, colocando sistemáticamente proletarios en todos los puestos de mando, se conjura definitivamente la influencia de la burguesía: de hecho se produce el efecto inverso; los valores burgueses conquistan sus más celosos y conmovedores adictos precisamente entre quienes estuvieron privados durante toda su vida de los fetiches y fruslerías de esa clase, mientras que los auténticos burgueses se sentirían más bien inclinados a ver con ojo crítico el acervo de sus padres.
Este fenómeno no es nada nuevo; también aquí la experiencia soviética ha sido profética: en la lectura de una perpicaz descripción de Moscú en los años 30, como la que da Malcom Muggeridge en su fascinante autobiografía, es llamativo el hecho de que prácticamente todas sus observaciones podrían ser retomadas y aplicadas palabra por palabra a las realidades pekinesas; por ejemplo, "...un día, mientras estaba sentado con Mirsky en el salón del hotel Nacional, hice una reflexión acerca del atroz mal gusto manifestado allí. 'Sí -concedió- efectivamente, era abominable, pero al mismo tiempo expresaba lo que se imaginaba como hotel de lujo el pobre diablo que sólo había podido contemplarlo desde el exterior, a través de vidrios espejeantes, desde la calle fría e inhóspita'".
Esto, según él, podía darnos la clave de todas las otras producciones artísticas del régimen: las novelas con su ostentación abrumadora, las pinturas al óleo con su tiesura almidonada, la macabra arquitectura del Pueblo en estilo neogótico, los conciertos del conservatorio, pesados como plomo, y la rutina chillona de los ballets. Culturalmente todo está emparentado. No hay medio más seguro, para preservar los peores aspectos del estilo burgués, que liquidar a la burguesía. Sea lo que fuere lo que Stalin pudo o no haber hecho, seguramente preparó a Rusia para la Forsyte Saga.
(De "Imágenes rotas"-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1979).
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1 comentario:
Y por cierto que la "espontaneidad de las masas revolucionarias" ha consistido fundamentalmente, y siempre que ha tenido la oportunidad de manifestarse, en un regusto cierto por la violencia física y moral, el desapego automático de todo esfuerzo que no sea lúbrico y la imitación grotesca de lo que según la teoría oficial se pretende erradicar.
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