Por el Dalai Lama
En la vida, ¿qué es lo más importante? El Buda, un príncipe que más tarde se convirtió en monje, y que vivió hace más de dos mil años, propuso una respuesta sencilla: todos queremos ser felices. Pero eso, ¿cómo se consigue? Muchos creen que lo conseguirán cuando sean ricos y famosos, o cuando hayan logrado acumular mucho poder. Con frecuencia comprueban luego que la vida con la riqueza y el lujo sigue siendo tan vacía y carente de sentido como antes. La receta de la felicidad según el Buda es de una sencillez asombrosa: procura ser bueno, y serás feliz. Sin embargo, eso es mucho más fácil decirlo que hacerlo. Pero él como buen entrenador que era, nos dejó algunos trucos para intentarlo.
Todo surge en el propio cerebro. Hay que cambiar las actitudes y la mentalidad de uno, hacer el bien y evitar el mal. El caso es que no hemos nacido para perjudicar a los demás. Nuestra vida sólo cobra sentido cuando nos relacionamos con los demás con una actitud cordial y amistosa. Ése es el fundamento de mi filosofía. La clave de todo es el amor. Pero ¿qué es el amor? Para empezar es una palabra que escuchamos mil veces al día. Por las mañanas nos saluda a través de la radio la voz chillona que canta «I love you». A mediodía, a lo mejor eres tú el que murmura esas palabras temblorosas al oído de la chica o del chico de quien crees haberte enamorado. Y al acostarte, quizás es tu madre la que te lo dice al oído cuando te da las buenas noches. Y tal vez habrás escuchado alguna vez a tu padre diciendo que ama por encima de todo su coche o su colección de videos.
En todos estos ejemplos ¿estamos hablando de la misma clase de amor? A mi me parece que no. Muchas personas confunden el amor con la diversión o con un sentimiento momentáneo de atracción hacia una persona (o una cosa). Este tipo de amor es inconstante y caprichoso como el tiempo atmosférico. Así decimos que amamos a alguien porque tiene bellos ojos, o porque dice esas cosas tan inteligentes, o por otros mil motivos, algunos de ellos imaginarios a veces. Pero cuando ese sol deja de alumbrar, compruebas que el supuesto amor no era más que una ficción nacida de tus propios deseos. También ocurre algo muy parecido con los juguetes o las prendas de ropa. Por ejemplo, entras en una tienda y de pronto ves un artículo que te gusta, y te encaprichas con él. «Lo quiero», dices. En ese momento comienza una atracción. Ese objeto, del que hace un momento ni siquiera sabías que lo necesitabas, pasa a convertirse en algo muy especial para ti. Lo compras y en el momento de tenerlo en tus manos lo ves todavía más bonito que antes. Sigue siendo el mismo artículo, seguramente los almacenes del establecimiento guardan todavía cientos de ejemplares idénticos a él. Sin embargo, para ti es diferente, porque ahora te pertenece. Lo llevas en el bolsillo, lo amas, piensas que es exclusivamente tuyo. En este caso se trata de un simple cariño de propietario.
La mayoría de las personas sueña con un amor romántico y hermoso como se ve en las películas de Hollywood. Chico encuentra chica, se enciende la chispa entre ellos, y ya los tienes a los dos ciegos de amor. Locos de felicidad. Por desgracia, la experiencia demuestra que la relación o el matrimonio establecidos sobre este fundamento tienen poca duración, la mayoría de las veces. Los lazos de la pasión son como una casa levantada sobre el hielo. Cuando se funde la base, el edificio se derrumba. Este amor se convierte fácilmente en fastidio y aburrimiento. En el peor de los casos nace el odio. Por desgracia, esto sucede muy rápidamente entre dos personas que antes se quisieron. Por tanto, ése tampoco es el amor auténtico y duradero.
Una vez me preguntó una pareja de enamorados: ¿tenemos derecho a exigir ser correspondidos por nuestro compañero o compañera? Mi respuesta fue que no. Eso sería como una negociación: yo te querré mientras tú me quieras como yo a ti. Se trata de una postura fundamentalmente equivocada. Desde mi punto de vista, el amor es algo muy diferente. El amor auténtico no conoce los celos, no exige nada, no pone condiciones ni establece juicios previos. Esta clase de cariño se parece un poco a lo que Jesús llamó el «amor al prójimo».
Todo ser humano lleva consigo lo que podríamos llamar el germen del amor. Podemos hacer que despierte ese germen que duerme dentro de nuestro corazón y que inicie su crecimiento hasta florecer como una planta. Nosotros los monjes tratamos de conseguirlo practicando la acción positiva. Forman parte de ella el respeto y la tolerancia hacia todo cuanto nos rodea. Evidentemente, nos abstenemos de realizar malas acciones como matar, robar o mentir. No hace falta ser un santo para mantener una actitud bondadosa y cordial hacia los demás. El amor al que me refiero aquí abarca a todos los seres vivos de nuestro planeta. Entonces yo te pregunto: ¿se puede establecer una diferencia entre el amor que uno siente por su madre y el amor que uno siente por una hormiga? Mi contestación es que no.
Por muy increíble que te parezca, también es posible amar a los enemigos. Diría más, me parece muy importante que aprendamos a amar a los enemigos. Habitualmente uno tiende a considerar como enemiga a cualquier persona que le ataca los nervios y le crea dificultades. Pero esto es un error. A pesar de todo nos hallamos frente a un ser humano. Y si pretendemos amar a toda la humanidad, ¿cómo vamos a excluir a los enemigos? Es preciso tenderles la mano. Reconozco, no obstante, que es muy difícil amar a los enemigos. Sin embargo, voy a ponerte un ejemplo. En 1951, cuando yo tenía quince años, el ejército chino entró en Lhasa, la capital del Tíbet. Como jefe espiritual y temporal de mi nación, traté de alcanzar una solución pacífica del conflicto. En 1959 las tropas comunistas de Mao mataron a miles de compatriotas míos y ocuparon todo el país. Yo escapé cruzando el Himalaya hacia la vecina India, donde vivo exiliado desde entonces. Es decir, que a los tibetanos les sobrarían razones para odiar a los chinos por el daño indescriptible que éstos han infligido a mi pueblo. Pero siempre que van a surgir esta clase de sentimientos, procuramos recapacitar. Intentamos ser comprensivos incluso con los chinos. Un hombre nunca deja de ser un hombre, con independencia de lo que haya hecho. En tanto que individuo, que ser humano, sigue mereciendo nuestro respeto y nuestro amor. Aunque no dejaremos de condenar sus malas acciones. Y cuando sea necesario, nos pondremos a cubierto de ellas.
Tal vez ahora te preguntes si se puede aprender a amar. No hay una receta infalible. No hay fórmulas. Para mí, viene a ser algo así como el arte de la cocina. Todos los platos se preparan de manera diferente y todos requieren una sensibilidad especial. A veces hay que hervir primero las hortalizas, luego pasarlas por la sartén y añadir los condimentos al final. Otras veces la preparación empieza por añadir una buena cantidad de sal. Para que nos salga un plato apetitoso, hay que tener en cuenta muchas cosas distintas. Lo mismo sucede en el trato con las personas.
Por eso considero que no basta con decir «¡bueno! a partir de ahora voy a ser amable y considerado en el trato con los demás». El método más eficaz, creo yo, es tratar de ponerse en el lugar del otro, tratar de imaginar y entender lo que él piensa y siente. O cómo sufre. Por eso nosotros los monjes practicamos a diario unos ejercicios con los que tratamos de desarrollar y fortalecer la compasión. Imaginamos situaciones dolorosas en las que se encuentra algún ser sensible, por ejemplo, una oveja conducida al matadero. El miedo a la muerte, el dolor, la sangre. Tratamos de imaginar el padecimiento que se aflige al animal. O evocamos una situación triste para un ser querido. Entonces nos preguntamos cómo reaccionaríamos nosotros si estuviéramos en el mismo caso. De esta manera se aprende a comprender mejor las sensaciones y los sentimientos de otras personas, y se desarrolla la compasión que incita a intervenir con afán de remediar las cosas.
La capacidad para ponerse en lugar de los demás y considerar lo que uno haría si se hallase en la misma situación, es muy útil cuando se quiere aprender a amar. Pero también esa técnica requiere un gran acto de valor. El que se necesita para ponerse en la piel del otro. A menudo, eso puede ser suficiente para aplacar los ánimos en un conflicto. Porque entonces comprendemos mejor los sentimientos ajenos y, aunque no los compartamos, al menos sabremos respetarlos. Es bueno dejar que el amor habite nuestro corazón, dejar sinceramente que no le ocurra nada malo a nadie, no dejar lugar a la agresividad ni a los sentimientos de odio. En tibetano compasión se dice «tse wa», pero estas palabras también se traducen por respeto, responsabilidad. Y también significa, en nuestro idioma, desearse lo mejor a uno mismo. Es bien sencillo: ante todo hay que reconciliarse con uno mismo, desear ser bueno y verse libre de preocupaciones agobiantes. Entonces puede crecer el sentimiento, y cuando ha crecido, hay que dejar que se ensanche dentro de uno hasta que no deje lugar para otra cosa, y más todavía, hasta contagiar de dicho sentimiento a los demás.
Ya lo ves. Esta forma de amor no depende de la mayor o menor simpatía que nos inspire tal o cual persona. Puesto que todos los seres vivos desean vivir felices. Y todos tienen, lo mismo que tú y yo, derecho a que se les cumpla ese deseo. Yo trato con muchas personas y siempre me acerco a ellas desde ese punto de vista. Porque sé que tenemos muchos rasgos comunes que nos unen. Todos tenemos cuerpo, espíritu y sentimientos. A todos nos ha parido una madre, y cada uno de nosotros desea ser feliz en la vida y no desgraciado. Sea cual sea el color de su piel, su religión o su número de calzado. Cuando me acerco a un ser humano con ese criterio, no me resulta difícil tener la sensación de que esa persona es exactamente igual que yo.
(Del libro: “Los niños preguntan, los Premios Nobel contestan” de Bettina Stiekel-Editorial Paidós SAICF-Buenos Aires 2004).
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