Cuando una nación pretende revertir su caída, en comparación con otros países, y en todos los aspectos, necesita conocer sus errores en forma imprescindible, para poder subsanarlos. Y para conocerlos, nada mejor que tener en cuenta la opinión de importantes pensadores, como es el caso de José Ortega y Gasset. Si bien sus advertencias fueron publicadas en 1929, es posible que gran parte de los defectos advertidos aún perduren; al menos la situación actual nos indica que así debería ser. De lo contrario, si hubiésemos superado los aspectos negativos señalados por el filósofo, la crisis social y moral habría sido menor.
Mientras que el psiquiatra diagnostica los problemas de un individuo, el psicólogo social diagnostica los problemas de una sociedad. Luego, el psiquiatra puede “arreglar” a un individuo, pero no a una sociedad, mientras que el psicólogo social puede “arreglar” a una sociedad, pero no a un individuo.
Un análisis superficial nos hace ver que “en todos los países hay gente buena y gente mala”. De ahí que, en principio, no habría países mejores ni peores, por lo que todos deberían lograr similares resultados. Sin embargo, la realidad nos muestra que hay países que mejoran, otros que empeoran y otros que están estabilizados en un determinado nivel. Por ello, las sociedades que descienden, comparándolas con otras, deben estar atentas a las ideas y a los valores en ellas dominantes.
Para comprender las críticas orteguianas debemos considerar algunos aspectos esenciales respecto de la actitud mostrada por las personas frente a la vida. En este caso debe considerarse la existencia, o no, de una tensión esencial que motiva a los hombres para la acción. Tal tensión implica una diferencia entre lo que el hombres es y lo que aspira ser. Cuando el hombre carece de proyectos y aspiraciones futuras y renuncia a toda mejora personal, tenemos al hombre-masa. Por el contrario, el hombre activo es el que se esfuerza por concretar proyectos que estableció para el futuro. Finalmente, existen hombres que fingen alcanzarlos y actúan como si los hubiesen alcanzado, siendo ésta la actitud generalizada advertida por Ortega durante su estadía en la Argentina. Al respecto escribió: “Nada califica más auténticamente a cada una de las personas que conocemos, como la altura de la meta hacia la cual proyecta su vida. La mayor parte rehuye el proyectar, lo cual no es menos proyección. Van a la deriva, sin rumbo propio: han elegido no tener destino aparte y prefieren diluirse en las corrientes colectivas. Otros ponen su vida a metas de escasa altura, y no podrá esperarse de ellos sino cosas «terre á terre». Pero algunos disparan hacia lo alto su existencia y esto disciplina automáticamente todos sus actos y ennoblece hasta su régimen cotidiano. El hombre superior no lo es tanto por sus dotes como por sus aspiraciones si por aspiraciones se entiende el efectivo esfuerzo de ascensión y no el creer que se ha llegado”.
“El pueblo argentino no se contenta con ser una nación entre otras: quiere un destino peraltado, exige de sí mismo un futuro soberbio, no le sabría una historia sin triunfo y está resuelto a mandar. Lo logrará o no, pero es sobremanera interesante asistir al disparo sobre el tiempo histórico de un pueblo con vocación imperial”.
“Lo que sí creo es que esa alta idea de sí propio anidada en este pueblo es la causa mayor de su progreso y no la fertilidad de su tierra ni ningún otro factor económico. La aspiración hacia lo alto es una fuerza de succión que moviliza todo lo inferior y automáticamente produce su perfeccionamiento”.
Los aspectos positivos señalados pueden sintetizarse como un “saludable” inconformismo que hace que el hombre busque metas personales de superación. Éste parece ser el verdadero sentido de la vida; que consiste en poseer un determinado nivel moral y cultural en el presente que será aumentado en el futuro, lo que puede expresarse de la siguiente manera:
Vida espiritual = Tensión esencial / Conformismo
Mientras mayor sea la conformidad con la personalidad propia, menor será el esfuerzo que el individuo ha de realizar para mejorar su nivel. Por el contrario, el inconformista es el que realiza los mayores esfuerzos por superarse. El argentino, según Ortega, muestra un saludable inconformismo, pero, en lugar de esforzarse por una superación personal, actúa como si ya lo hubiese logrado y lo manifiesta en una forma altanera y guaranga ante la sociedad que no reconoce sus supuestos valores. Simbólicamente, tal tendencia podría expresarse así:
Vida espiritual (argentina) = Tensión esencial / Simulación
El citado autor agrega: “Pero no se olvide que todo ese deplorable mecanismo va movido originariamente por un enorme afán de ser más, por una exigencia de poseer altos destinos. Y esto es una fuerza radical mucho menos frecuente en las razas humanas de lo que suele creerse. El pueblo que no la posee no tiene remedio: es lo único que no cabe inyectar en el hombre. Se puede inventar la turbina, pero no el salto de agua que la mueva. Este tiene que existir de antemano, milagrosamente. Supuesto dinámico de todo lo demás, el nivel de energía predetermina la historia del individuo y de la nación”.
“Este dinamismo es el tesoro fabuloso que posee la Argentina. Yo no conozco ningún otro pueblo actual donde los resortes radicales y decisivos sean más poderosos. Contando con parejo ímpetu elemental, con esa decisión frenética de vivir y de vivir en grande, se puede hacer de una raza lo que se quiera”.
“El guarango o la guaranga siente un enorme apetito de ser algo admirable, superlativo, único. No sabe bien qué pero vive embriagado con esa vaga maravilla que presiente ser. Para existir necesita creer en esa imagen de sí mismo, y para creer necesita alimentarse de triunfos. Mas como la realidad de su vida no corresponde a esa imagen, y no le sobrevienen auténticos triunfos, duda de sí mismo deplorablemente. Para sostenerse sobre la existencia necesita compensarse, sentir de alguna manera la realidad de esa fuerte personalidad que quisiera ser. Ya que los demás no parecen espontáneamente dispuestos a reconocerlo, tomará el hábito de aventajarse él en forma violenta. De aquí que el guarango no se contente con defender su ser imaginario, sino que para defenderlo comience desde luego por la agresión. El guarango es agresivo, no por natural exuberancia de fuerzas, sino, al revés, para defenderse y salvarse. Necesita hacerse sitio para respirar, para poder creer en sí, dará codazos al caminar entre la gente para abrirse paso y crearse ámbito. Iniciará la conversación con una impertinencia para romper brecha en el prójimo y sentirse seguro sobre sus ruinas” (De “El Espectador” VII-Revista de Occidente-Madrid 1929).
La sabiduría popular, a través del humor, parece “confirmar” que el diagnóstico realizado en los años 20 sigue vigente. Se mencionan a continuación dos chistes sobre argentinos, con bastante dosis de verdad:
a) “¿Sabe usted cuál es el negocio más rentable que existe? Comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale…”
b) “¿Sabe usted cómo se suicida un argentino? Se sube encima de su ego y desde ahí se arroja al vacío…” (popularizado recientemente por el Papa Francisco).
Algunos de tales “síntomas” son relatados por Ortega: “En la relación normal el argentino no se abandona; por el contrario, cuando el prójimo se acerca hermetiza su alma y se dispone a la defensa. Nos encontramos con un hombre que ha movilizado la mayor porción de sus energías hacia las fronteras de sí mismo. Si intentamos hablar con él de ciencia, de política, de la vida en general, notamos que resbala sobre el tema –como dirían los psiquiatras alemanes, que habla por delante de las cosas-. Es natural que sea así, porque su energía no está puesta sobre aquel asunto, sino ocupada en defender su propia persona. Pero…¿en defenderla de quién, de qué, si no la atacamos? He aquí precisamente la peculiaridad que nos sorprende. Que el atacado se defienda es lo más congruente, pero vivir en estado de sitio cuando nadie nos asedia es una propensión superlativamente extraña”.
“Mientras nosotros nos abandonamos y nos dejamos ir con entera sinceridad a lo que el tema del diálogo exige, nuestro interlocutor adopta una actitud que, traducida en palabras, significaría aproximadamente esto: «Aquí lo importante no es eso, sino que se haga usted bien cargo de que yo soy nada menos que el redactor jefe del importante periódico X»; o bien «Fíjese usted que yo soy profesor de la facultad Z»; o bien «¡Tenga usted cuidado! Está usted ignorando u olvidando que yo soy una de las primeras figuras de la juventud dorada que triunfa sobre la sociedad elegante porteña. Tengo fama de ingenioso y no estoy dispuesto a que usted lo desconozca». Con lo cual nuestro interlocutor no consigue convencernos, antes bien, desperdicia tan excelente ocasión para demostrar que es un periodista inteligente o un hombre de ciencia o un primor de ingenio elegante. En vez de estar viviendo activamente eso mismo que pretende ser, en vez de estar sumido en su oficio o destino, se coloca fuera de él y «cicerone» de sí mismo nos muestra su posición social como se muestra un monumento”.
“Pero los monumentos no viven, sino que perpetúan un solo gesto rígido y monótono. Esta actitud defensiva obliga al argentino a no vivir, ya que vivir es una operación que se hace desde dentro hacia fuera y es un brotar o manar continuo desde el secreto fondo individual hacia la redondez del mundo. El europeo se extraña de que el gesto argentino –sigo refiriéndome al varón- carezca de fluidez y le sobre empaque. Si no se detiene creerá que no es más que ese gesto y su opinión sobre el hombre del Plata será, como suele ser, poco favorable. Sólo una larga convivencia nos permite descubrir bajo esa máscara rígida el flujo de un ardiente lirismo vital. Mas el argentino ocupa la mayor parte de su vida en impedirse a sí mismo vivir con autenticidad. Esa preocupación defensiva frena y paraliza su ser espontáneo y deja sólo en pié su persona convencional”.
“La descripción que he apuntado, no es sólo exagerada, sino que toma únicamente lo más grueso y externo del hecho. Tenemos que calar más. Lo dicho significaría meramente que a este tipo de hombre le preocupa en forma desproporcionada su figura o puesto social. Lo excesivo de semejante preocupación sólo se comprende si admitimos dos hipótesis: 1ª, que en la Argentina, el puesto o función social de un individuo se halla siempre en peligro por el apetito de otros hacia él y la audacia con que intentan arrebatarlo; 2ª, que el individuo mismo no siente su conciencia tranquila respecto a la plenitud de títulos con que ocupa aquel puesto o rango. Es natural, que donde ambos factores existan, sea frecuente esa actitud inquieta, soliviantada y defensiva. Yo creo que en la Argentina acontece así y me explico sin dificultad este estrato más externo de la estructura psicológica que he llamado «hombre a la defensiva»”.
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